jueves, 29 de abril de 2021

¡Muera yo con los filisteos!

 

     ¡Muera yo con los filisteos!... Por Kurt Schleicher

 

   No, no se trata de ninguna declaración de suicidio ni nada que se le parezca. Tiene más bien que ver con una reflexión filosófica sobre la decadencia del ser humano como ente civilizado y su posible desaparición. Sansón, el héroe bíblico, decidió sacrificarse para vencer a los filisteos una vez que le fue concedido recuperar la fuerza que había perdido; aquí se trata más bien de un Sansón villano que provoca con su recuperada fuerza la extinción de los filisteos humanos con el hundimiento del templo de nuestra civilización. Con el artículo pretendo plantear que las posiciones catastrofistas hacia la civilización humana, preconizadas incluso por muchos pensadores y filósofos afamados, está de nuevo en boga por diversas razones, que pretendo refutar.

   En parte debido a la pandemia del Covid19 superando ya los 3 millones de muertos y 150 millones de contagiados a nivel mundial a finales de abril de 2021, muchas personas han vuelto a poner sobre el tapete si no será cierto que nos dirigimos hacia una extinción de la especie humana, algo que ya se venía escuchando incluso antes de la pandemia en diversas teorías de la conspiración, la degradación continua del ser humano, el problema de la superpoblación y la falta de recursos, los riesgos tecnológicos (proliferación de bombas nucleares) o la degradación del medio ambiente causados por el ser humano.

   Si miramos hacia atrás, esta no es la primera vez – ni será la última – que nos enfrentemos a algo así, de forma más o menos generalizada. Desde la antigüedad en Egipto, habiendo sufrido epidemias de peste bubónica y malaria al final de la dinastía XIX hacia el siglo XIV a.C., pasando por la peste negra medieval y la pandemia de la mal llamada gripe española a principios del siglo XX, la humanidad ya ha sufrido incrementos exponenciales de mortandad que para los que pasaron por esas épocas ya parecía ser el fin del mundo. Si a esto unimos las guerras de todo tipo, en especial las dos mundiales del siglo XX (con once millones de  muertos en la primera y más de sesenta millones en la segunda), la humanidad ya ha sufrido lo suyo y habría que mirar al futuro con más optimismo; suele suceder que tras una hecatombe surjan oportunidades para mejorar. Hay gente que afirma cosas como “Cuando hay superpoblación, la sociedad humana se recicla automáticamente por medio de guerras o pandemias, ofreciendo una solución global al problema y evitando así la extinción” Esto lo considero una barbaridad, pero hasta tiene su poquito de lógica; quien lo afirma da por hecho que él no estará entre las víctimas, pues de otro modo no plantearía tales cosas tan alegremente.

   Sin embargo, hay otras consideraciones menos directas que los agoreros plantean como probable causa de extinción de la humanidad. Si observamos los cambios generacionales entre dos o más generaciones sucesivas, la evolución actual es mucho más rápida que en las anteriores (la idiosincrasia entre abuelos, padres e hijos cambia con mucha mayor velocidad en los tiempos actuales), es decir, cada vez se parecen menos los hijos a los padres o a los abuelos, debido en gran medida a la influencia del entorno. Si hiciéramos una encuesta con respecto al nivel de frustración de nuestros jóvenes en relación a las desigualdades entre pobres y ricos, frente a los políticos actuales, sobre quién gobierna realmente nuestro mundo y, en general, su opinión sobre el mundo en el que vivimos, saldría a la luz que va en continuo aumento, de manera que, a la vista de falta de ideales, los terminan buscando en la satisfacción inmediata, entre otras cosas porque no ven claro el futuro y su frustración les lleva a pensamientos incluso suicidas – de nuevo se nos aparece Sansón – o acercamiento a la drogadicción, el lamentable negocio del siglo, aprovechándose de estos sentimientos negativos de los más jóvenes. Por supuesto que habrá muchas excepciones – el ser humano, sobre todo la juventud, quisiera tener ideales nobles – pero la presión de ese entorno es cada vez mayor. Suponiendo que este fenómeno se incremente cada vez más, los agoreros tendrían su alfombra roja bien extendida. Habrá que hacer algo, digo yo, para evitar o al menos minimizar estas tendencias que se difunden como la moda y que nuestros hijos y nietos recuperen la fe y la esperanza en un futuro mejor.

   Hay algo que se olvida en este razonamiento, y es que la evolución de la historia suele ser cíclica y no acumulativa; ¿quién nos dice si a un periodo negativo – por ejemplo, la actual pandemia – no le seguirá una época de prosperidad? Eso suele suceder, pues al sufrimiento le suele seguir un ansia de revancha para no seguir sufriendo. Un ejemplo de ello es la reacción habida entre los años 1945 a 1950, la época de la postguerra tras aquellos sesenta millones de muertos, si bien es también cierto que la prosperidad apareció antes en los países vencedores que en los vencidos. Sin embargo, éstos tampoco se anduvieron a la zaga: Alemania resurgió de sus cenizas en un tiempo asombrosamente breve y se crearon la CEE y la ONU; Japón también, aunque de forma más lenta, logró superar incluso los desastres de Hiroshima y Nagasaki, sin olvidar el gran número de víctimas por la radioactividad. No deja de ser curioso que la recuperación española fue relativamente más lenta que la alemana  pese a no haber participado en la guerra mundial – cierto es que España salía de la Guerra Civil habida con anterioridad – pero Alemania se recuperó con mucha mayor rapidez en su estado de bienestar, gracias a las iniciativas de Adenauer y Erhard, padre este último del “milagro económico” alemán, visible ya en los primeros años 50. Entonces todavía existían las cartillas de racionamiento en España, vigentes hasta 1952, trece años tras la terminación de la Guerra Civil, frente a los aproximadamente cinco años alemanes tras el fin de la IIGM. Se puede debatir si la existencia del Plan Marshall – al que España no pudo acceder por discrepancias estúpidas relacionadas con la libertad de culto – tuvo una mayor o menor influencia en la recuperación económica de Alemania, pero nadie duda que el mérito se debe asignar a los dos políticos alemanes mencionados. Resumiendo: tras una catástrofe, suele aparecer una oportunidad; sólo hay que saber aprovecharla.

   Es curioso que los agoreros echan la culpa a la ciencia y la tecnología como las causantes de futuros desenlaces apocalípticos – la ya mencionada proliferación de armamento nuclear y los efectos ambientales, por ejemplo – y como origen de una eventual  extinción masiva, cuando de hecho es lo contrario, siempre que los avances tecnológicos lleven emparejados unos objetivos dirigidos al bien común y no tanto a la ambición de riqueza y poder. Volviendo a la actual pandemia, nos tropezamos con un buen ejemplo: la disponibilidad de vacunas en un tiempo récord frente a lo sucedido en años anteriores con otras vacunas, sólo ha podido suceder en tan breve espacio de tiempo gracias al tesón de los científicos y a la tecnología, permitiendo que fuera posible. La necesidad de mantener, por ejemplo, las vacunas de ARNm a temperaturas tan extremas y su gestión para la distribución,  han sido posibles gracias a la tecnología. Es obvio que en el otro lado de la moneda quedan las zancadillas, tensiones, trabas, etc. entre las diferentes farmacéuticas que no han hecho sino dificultar la distribución de dosis de vacunas, pero una cosa no quita a la otra.

   Dicho esto, hay, sin embargo, más factores, llamémosles “filosóficos” o “etéreos”, que dan pábulo al pesimismo de los agoreros frente a la evolución del ser humano. Es el aspecto de la llamada “degradación” continua del Hombre, causada por la falta de valores y, quizás, debido a la globalización, el mal empleo de maravillas como internet, el mal uso de las redes sociales, las “fake-news”, etc. Se podría llamar a esto una “dejadez espiritual”, que tiene mucho que ver con la falta de ideales entre la juventud, como ya he mencionado antes. Tomando de nuevo el ejemplo del comportamiento humano frente a la actual pandemia, el deseo – o la necesidad – de satisfacción inmediata que compense la sensación de confinamiento, despreciando las repercusiones hacia el prójimo – ¡y hasta hacia uno mismo! – del contagio, denota un aspecto muy negativo, explicable, pero no justificable. ¿Tendrá esto que ver con esa falta de ideales de la juventud, que constituye obviamente el mayor porcentaje de los buscadores de satisfacción rápida? Enfrentado este hecho al sacrificio de los mayores por no poder disfrutar de sus nietos o de su familia si viven en residencias, todo ello clama al cielo.

   Konrad Lorenz, doctor en medicina y filosofía y premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1973, escribe en su libro “Decadencia de lo humano” la siguiente frase lapidaria: “Ninguna persona razonable puede poner en duda que nuestra civilización occidental es un sistema que ha perdido el equilibrio. Ningún científico puede dudar de que todos nosotros podremos restablecer ese equilibrio sólo cuando exploremos los nexos causales en el juego de las funciones normales y descubramos cuál es el tipo de las perturbaciones desequilibradoras”. Sí, tendrá razón, pero démonos la oportunidad de descubrir cuáles son esas perturbaciones – seguramente habrá muchas – para revertir el proceso que indica con tanta seguridad. La transformación del pensamiento humano, habiendo sido atacado en lo más profundo por efecto de la globalización en nuestro mundo occidental al oponerse por moda o por lo que sea a la aceptación de valores tradicionales inherentes al ser humano, así como por un cierto desprestigio de la Iglesia Católica – aunque sería más propio decir Cristiana-Occidental – tampoco ayuda. Sin embargo, nos olvidamos de que existe la moral natural que nos faculta para movernos incluso con soltura tan sólo a partir de un principio universal: “No hagas a tu prójimo lo que no desearías para ti mismo”. Anteponiendo esto a otras pasiones como la satisfacción inmediata antes mencionada, los deseos de poder y riqueza, así como a la ambición inherente a cada persona o conjunto de personas, nos permitiría volver “al buen camino”. Saber apreciar la belleza de lo que nos rodea y considerar la nobleza como algo inherente a nuestros propios actos, ayudaría mucho. Un ejemplo de esto es que “la palabra de honor”, tan utilizada hace años, está hoy en día completamente desvirtuada y en desuso.

   Un postulado que demuestra que esto pudiera ser así y que la propia genética del ser humano lo favorece, es: “Si un adulto ve a un niño en peligro de muerte y puede salvarlo sin riesgo de su propia vida, siempre lo hará”. Hombre, si además lo hace con riesgo de su vida, hemos convertido a este adulto en un héroe. Esto me recuerda a una problemática de la Inteligencia Artificial: ¿actuará de la misma forma una IA “bien educada” responsable de la conducción de un coche autónomo, prefiriendo volcar y destrozarse a sí misma y al vehículo para poder salvar una vida humana? ¿Hará lo mismo también si una alternativa fuese dañar a otros humanos en ese vuelco? ¿Cómo podríamos responsabilizar a una máquina inteligente si ha dañado “involuntariamente” y con la mejor intención a otros seres humanos? ¿La condenamos a dos años y un día de prisión si se demuestra que ha habido exceso de velocidad? No falta mucho tiempo para que sea preciso solucionar este tipo de problemas. De hecho, hoy en día ya nos enfrentamos a posteriori, o sea, tarde, al problema de nuestra propia privacidad, pues hemos dejado a la IA por medio de internet que use la información que recibe por nosotros mismos para utilizarla en beneficio de otros, ni siquiera para la suya propia. Ahora nos hemos inventado lo de la “Protección de datos”, que no es más que una forma chapucera de resolver el problema.

   El ya mencionado filósofo Konrad Lorenz, conocido también por sus comparaciones de actitudes de animales frente a las humanas en su libro “Consideraciones sobre la conducta animal y humana”, ha escrito lo siguiente (copio): “El alma es mucho más antigua que la mente humana. No sabemos cuándo se formó el alma, la experiencia subjetiva. Todo el que conozca a los animales superiores sabe que su experiencia, sus “emociones”, tienen un parentesco fraternal con las nuestras. El perro tiene un alma que se asemeja, en líneas generales, a la mía y, probablemente, la supere en cuanto se refiere a la capacidad de amar sin condiciones; ahora bien, ningún animal tiene una mente en el sentido que se le da aquí; no la tienen los perros ni los animales más emparentados con el hombre, es decir, los antropoides”. Y añade: “La mente humana, creada mediante el pensamiento abstracto, el lenguaje sintáctico y la consiguiente transmisión hereditaria del saber tradicional, se desarrolla a una velocidad muy superior a la del alma. De resultas, el hombre cambia con mucha frecuencia el medio ambiente propio en perjuicio suyo. Hoy está en trance de aniquilar la simbiosis terrestre en la que vive, y, por ende, de cometer suicidio. Es tan enorme la velocidad con la que cambia la mente humana y con la que el hombre, mediante su tecnología, transforma el medio ambiente propio en algo distinto por completo, que la marcha del desarrollo histórico-filogénico parece haberse interrumpido en comparación con ella. Desde el nacimiento de la civilización humana ha permanecido inalterada en lo esencial; no es sorprendente, pues, que la civilización le imponga con mucha frecuencia unos cometidos irrealizables”.

   Tras leer este texto y a título de comentario, me sorprende el conocimiento profundo que el señor Lorenz parece tener del alma humana y su afirmación sobre las diferentes “velocidades” entre mente y alma, conceptos que a mi modo de ver están mucho más unidos. Sin entrar en la existencia o no del alma, en mi opinión, lo que se entiende por “alma” del ser humano (desconozco por supuesto si la poseen los animales) es en su función parte de la Consciencia humana al igual que lo es la mente, que yo asimilo a esa misma Consciencia como algo que engloba a ambas. Si la mente es entonces más rápida que el alma no lo discuto, pues no lo sé. En cualquier caso, no creo que eso justifique decisiones  de la mente “antes” de que comience el alma a funcionar con ánimo de protegernos en un futuro impidiendo acciones peligrosas surgidas de la mente  para el género humano, pero llegando tarde. Entiéndase aquí al ser humano no como individuo, sino como un ser social perteneciente a una sociedad humana en su conjunto.

   Hablando de la sociedad, no he mencionado la influencia de los gobernantes y tampoco a sus siervos los políticos, que últimamente tienen cada vez peor prensa. No es bueno, sin embargo, que el pueblo, los ciudadanos de a pie en general, sientan desprecio por la clase política, con honrosas excepciones, por supuesto, pero no cabe duda que ese sentimiento no ayuda para nada a tener confianza en el futuro. Si unimos a esto las diversas teorías de la conspiración y que nuestros gobernantes están quizás en manos de otros situados en la sombra (Teoría de la Conspiración) que a su vez los mandan, apaga y vámonos. Sin embargo, siendo esto algo que ayudaría a entender que nos dirigimos hacia una catástrofe, la propia globalidad en la información y la cada vez más difícil posibilidad de ocultarse de la opinión pública, lo hace bastante más difícil. Por poner un ejemplo, al gobernante reciente con mayor influencia mundial – y el más descarado, probablemente – y por tanto, peligroso, Donald Trump, no le ha sido posible mantenerse en el poder y tampoco ha podido llevar a cabo todo lo que quería hacer. ¿Estamos por ello en menos peligro? Pues no lo sé, pero parece que existe un mecanismo automático que nos protege. Ahora bien, eso no quita para que pueda haber otros muchos “sansones” con la suficiente fuerza como para sorprendernos en cualquier momento. Pero el mundo está tan encadenado y entrelazado que me parece difícil que se deje sorprender y nos rompa las columnas que sujetan nuestro templo de la civilización y acabe con todos nosotros, como Sansón con los filisteos (por mucho que nos hayamos convertido en algo “filisteos”).

    Erich Fromm, psicólogo, sociólogo, humanista y filósofo muy conocido por su libro “El arte de amar” (que por cierto, recomiendo), afirma (copio): “Pese a su progreso material, político e intelectual, nuestro orden social occidental está cada vez menos preparado para conservar su salud espiritual; socava la seguridad interna y el contento, la razón y la capacidad del individuo para amar. Hace de él un autómata que debe expiar su yerro humano con una creciente dolencia mental, con una desesperación latente, que intenta ocultar tras su desenfrenado dinamismo para el trabajo y las llamadas diversiones”. Y añade: “Fromm ve en esos síntomas neuróticos, tan frecuentes entre los habitantes de la ciudad, un motivo de esperanza, pues demuestran que el hombre lucha contra su deshumanización”. Al menos su pesimista mensaje incluye otro de esperanza…

    “Sin duda es posible que la Humanidad sucumba al envenenamiento, o a la superpoblación, o a la radioactividad o a la degradación del medio ambiente, etc., pero también lo es que surja una organización estatal e inflexible cuyo ulterior desarrollo se vea obligado a seguir una ruta descendente”, afirma por su parte de nuevo Konrad Lorenz. Leer esto me ha recordado la bien conocida novela de Aldous Huxley “Un mundo feliz”, que nos muestra el sombrío cuadro de un futuro en el que, ciertamente, la especie “Homo Sapiens” sobrevive y consigue imponer un sistema estable y asegurado contra todos los peligros, pero en donde han desaparecido la calidad humana y el humanitarismo. Y no sólo eso, sino la formación por ley de un sistema de castas, empezando por el mejor dotado (el “Alfa”) hasta el más estúpido (el “Epsilon), cada uno bien diferenciado en el trato, que en mi opinión es peor que el peor de los racismos. El tal “mundo feliz” se ha cargado en la novela también los sentimientos más excelsos, como el amor con mayúsculas, o la religión y, por supuesto, la política. La ironía de esta perfección creada por el “Estado mundial”, la entidad que en la novela  gobierna en este mundo feliz, es la aplicación de medidas que eliminan también la familia, la diversidad cultural, el arte, la ciencia, la literatura y la filosofía. Otra característica es que, con estas gloriosas limitaciones, al hombre le queda poco más que las relaciones sexuales, presentadas sin un ápice de amor o de afecto (o sea, una forma de obtener satisfacción inmediata, como dije al principio). Precisamente este hecho es el núcleo central de la novela por parte de la pareja protagonista, en la que el “salvaje” incivilizado desea mantener una relación amorosa profunda con la “civilizada” muchacha proveniente del nuevo mundo feliz, que sólo quiere sexo y no comprende que él no acepte eso, algo que ella considera “normal” por su educación en ese mundo futuro tan deshumanizado de Huxley.

    Este “mundo feliz” no creo que pueda ser el que surja en el futuro, con tal que tengamos un mínimo de cuidado y dominemos también la inevitable Inteligencia Artificial, que sin duda se complementará con nosotros, los humanos, y a la que tendremos que acostumbrarnos y adaptarnos para sacar de ella el mayor beneficio posible, y no al revés, naturalmente.

   No entreveo yo en el futuro la aparición de un nuevo y ahora desalmado Sansón que vuelva a decir: “¡Muera yo con todos los filisteos!” y se cargue a media o toda la Humanidad, como preconizan tantos agoreros. Mientras hay vida, hay esperanza…

                                                                          KS, 29 de abril de 2021