jueves, 23 de noviembre de 2017

AULA 64 nov 2017 “La transformación del ferrocarril, que cambió nuestra forma de viajar”,

   AULA 64, 22 de noviembre 2017: “La transformación del ferrocarril, que cambió nuestra forma de viajar”. Ponente: Gonzalo Madrid. Por Kurt Schleicher.

  Como siempre, Vicente nos hizo una breve presentación de nuestro ponente, indicándonos que su extenso curriculum no le cabía en una hoja. Pocos más autorizados para hablar del ferrocarril y de Renfe en particular, compañía de la que fue director general nuestro compañero Gonzalo, aparte de un largo etcétera en otras compañías.
  A Gonzalo le tocó vivir una época trascendental en la compañía a finales de los años ochenta con la decisión de entrar en la alta velocidad, en el AVE, para ser concretos. Aquello debió de ser toda una aventura, en la que estuvo acompañado por otro compañero nuestro, Leopoldo “Polo” Iglesias, asimismo presente en nuestra reunión. Las decisiones del cambio de ancho de vía, las dificultades del trazado y el requerimiento de que estuviera todo listo para la EXPO de Sevilla en 1992 supuso todo un reto, pues hubo que recuperar retrasos y tomar decisiones trascendentales para evitar el bochorno que hubiera supuesto no conseguirlo. Y se hizo: el 21 de abril de aquel año entró el AVE en la estación de Santa Justa y al mismo tiempo en la historia. No me extraña que a Gonzalo le gustara esta estación más que ninguna otra.

  Gonzalo nos hizo la exposición sin hacer uso prácticamente de su presentación, que como siempre ya se distribuirá a todos. Se centró en contarnos los modelos de gestión empresarial habidos en la compañía, ilustrándolo con multitud de anécdotas que vivió en vivo y en directo con conocidos personajes, como por ejemplo Josep Borrel y Luis de Guindos. El primero estuvo muy involucrado en el AVE; siendo catalán, sorprende que la primera línea fuese a Sevilla, pero es obvio que lo de la expo tenía mucho peso. Más tarde también se inauguraría el AVE Madrid Barcelona, pero Gonzalo nos comentó que la línea de Sevilla siempre ha sido muy exitosa, bastante más que las expectativas iniciales. También es verdad que en la competencia con el transporte aéreo, el AVE copó todas las rutas menores de 600 km; entrar en Santa Justa, en pleno centro de Sevilla, no es lo mismo que volar a un aeropuerto y después tener que recoger maletas, tomar taxis, etc, con lo que el menor tiempo de vuelo – ya no tan diferente - queda bien compensado por la comodidad. Doy fe de ello, pues yo fui en uno de los primeros días tras la inauguración, renunciando al vuelo. Luego repetí bastantes veces y creo que ya no volví a ir a Sevilla en avión.

  Una sabrosa anécdota que nos contó está relacionada con la transformación que sufrió la empresa en aquellos años ochenta, pasando de una organización focalizada en directores de zona a otra por funciones; le pasaron el “muerto” de tener que contar a aquellos directores  “plenipotenciarios” que de un día para otro dejaban de serlo y que perderían sus prerrogativas.

  Para dar una idea de órdenes de magnitud, Renfe manejaba por entonces del orden de sesenta y cinco mil millones (entiendo que de pesetas) y se enfrentaba con pérdidas que podrían llegar a ser de de los veinte mil millones (cito de memoria; espero no haberme equivocado entre tantos millones). A modo de referencia curiosa, la calle principal de la urbanización de Renfe cerca de Chamartín se llama “la avenida del Déficit”.

   Los modelos de gestión debían de lidiar sobre todo los aspectos económicos, hasta el punto que el 50% de los objetivos personales de los directivos estaban relacionados con este aspecto. La manera de establecer estos objetivos se dirimía en largas reuniones que Gonzalo ha vivido en vivo y en directo, así como en la “lidia” con los representantes de los sindicatos.

   Gonzalo nos mencionó también la situación de la red ferroviaria de alta velocidad, de las primeras del mundo, pese a que ahora surjan protestas  por parte de regiones que “pían” por no haber cerrado todavía las conexiones con Extremadura, por ejemplo (la manifestación reciente en la plaza de España en Madrid da fe de ello). Queda mucho por hacer aún, pero hay que sentirse orgullosos de lo logrado hasta ahora, incluyendo los aspectos de exportación a países del oriente medio, como es bien conocido.
   Asimismo nos mencionó que la organización de los servicios en el AVE fue copiada del transporte aéreo, con sus “azafatas”  y sus servicios de catering, por poner algún  ejemplo.

   También hizo referencia al otro éxito de la compañía, en lo referente a las líneas de Cercanías, a las que dotó de una moderna imagen corporativa que contribuyó muy probablemente a su éxito. Comparativamente, el presupuesto es relativamente menor en relación al número de pasajeros, pero hay que tener en cuenta la amortización de las enormes inversiones relacionadas con la alta velocidad. Nos mostró una tabla con la cantidad de pasajeros; actualmente es del orden de 89 millones de pasajeros pasando por la estación de Atocha, frente a los 27 de la de Sants en Barcelona, lo que da una idea del “poder de la centralización”…

   Está bien claro que los tiempos de los trenes de principios del siglo XX con sus bancos de madera  ha pasado a la historia; recomiendo una visita al Museo del Ferrocarril en Madrid, en el paseo de las Delicias, para darse cuenta de su enorme transformación.

  Hay que agradecer a Gonzalo su magnífica exposición, que más que una conferencia ha sido una lección magistral de gestión empresarial y encima vivida “desde dentro”. Me permito sugerir a Gonzalo que escriba algo sobre ello, pues sus dos horas de exposición en AULA 64 nos han sabido a poco.


  KS, 23 de noviembre de 2017

miércoles, 1 de noviembre de 2017

El salto del ángel

El salto del ángel, por Kurt Schleicher

   Siguiendo las recomendaciones de Vicente, voy a contar una anécdota; es nada menos que de 1970. No soy de los que creen que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, pero es indudable que entonces estábamos todos en la flor de la vida con nuestros veintitrés añitos y nuestro futuro lo teníamos por delante; ahora disfrutamos de los recuerdos. Esto me ha quedado un poco cursi, pero no deja de ser verdad.

    La anécdota tiene que ver con el deporte y con las “proezas” que éramos capaces de hacer en la plenitud de nuestras condiciones físicas por aquellos ya lejanos años.
    Tiempo antes, en la época del Ramiro, no destaqué mucho en los deportes de competición, pues en el baloncesto mi contribución no resultaba muy brillante; aprendí que había que dar con el balón en un cuadradito para que después rebotase y diera la casualidad que entrara después en la canasta. De ahí no pasé. Además, rodeado por estrellas como Vicente Ramos y Pablo Bergia, aquello quedaba muy deslucido y lo dejé. En el fútbol sí que jugué con frecuencia de “defensa escoba” tratando de amedrentar a los hábiles delanteros como Aparicio, Alcalde, Peiro, etc. en cuanto osaban acercarse a la portería; yo trataba de quitarles le pelota, cosa difícil, pues mi capacidad de regate era nula. Mi táctica era asustarles poniéndome delante para que frenasen su carrera y pillar entonces la pelota dándole un balonazo con todas mis fuerzas con intención de mandarla a la otra portería y que algún delantero de los nuestros tuviera ocasión de marcar gol. Hay que aclarar que yo jugaba con los “suplentes” contra los “titulares”; no recuerdo si llegamos a ganar alguna vez…
   En los últimos años en el Ramiro y habiendo cumplido los quince, encontré una salida en los aparatos del gimnasio, donde podía competir conmigo mismo. Recuerdo que miraba con el rabillo del ojo y cierta sana envidia la elegancia de Juan Antonio Rosas, capaz de volar a una aparente baja velocidad y ejecutar los saltos de forma perfecta, sin despeinarse. Mi forma de saltar era a base de potencia, más tosca que elegante, pero al menos podía ponerme retos que poco a poco iba superando, a veces de forma algo suicida. Por fortuna, detrás de los aparatos había una buena colchoneta y mis trastazos nunca llegaron a tener graves consecuencias. Conseguí, sin embargo, uno de mis retos: saltar el plinto a lo largo con todos los cajones, sin manos y dando una voltereta en el aire, cayendo milagrosamente al otro lado sin tocarlos, pues más de una vez había derrumbado aquella pila de cajones conmigo en medio. Tras este “logro”, me sentía ufano y contento, pues al menos podía contar algo destacable en lo deportivo; este recuerdo no se me olvidó al pasar los años.

     Después de la época del Ramiro, me dediqué a jugar al frontón y al tenis, con éxito mediano. En la universidad destaqué sorprendentemente en los cien metros lisos, pero en carreras largas me cansaba pronto. Estaba claro que lo mío era la “potencia explosiva”.
     Todo esto me sirvió para que en el primer verano (1969) de mi periodo de Milicia Aérea Universitaria (M.A.U.) en Villafría (Burgos), me seleccionaran para competir defendiendo los colores de mi escuadrilla en eventos deportivos. Logré alguna buena marca de nuevo en los cien metros lisos y destaqué en lanzamiento de disco, pese a mi “tosquedad” en hacerlo, a estilo pueblo, o sea, a piñón fijo; nunca aprendí a dar las consabidas vueltas, pero al menos lanzaba granadas de mano más lejos que nadie cuando hacíamos competiciones de patrullas. El capitán encargado de deportes estaba encantado conmigo y pretendía que compitiese “en todo”; de ahí surgiría la anécdota que voy a contar ahora.
   Antes que nada, tengo que aclarar que yo sabía nadar, no muy bien, eso sí, pues dada mi “densidad corporal”, era muy consciente de no ser muy rápido y que no podría ganar nunca en una competición de natación. Intenté convencer de ello al capitán, pero el hombre no quería aceptarlo; tras una larga discusión, llegamos a un acuerdo intermedio: participaría también en natación, pero en saltos de trampolín. “Al menos no tendré que nadar”, me dije. Como no puse objeción a esta opción, el capitán debió suponer que yo debía de ser un fuera de serie en saltos trampolinescos y yo me guardé muy mucho de confesarle que no lo había hecho nunca antes. Para más “INRI”, el hombre sacó sus galones y me requirió hacer varios saltos, por lo menos el del ángel y un mortal con voltereta en el aire; me acordé entonces de mis “heroicidades” con el plinto en el gimnasio del Ramiro y me dije que aquello debía ser lo mismo, pero sin cajones y con agua.
   Llegó el día de la competición. La verdad es que no las tenía todas conmigo; no sabía si tenía más miedo a quedar mal o a pegarme el gran trastazo. Hice de tripas corazón y me dispuse a ejecutar el salto del ángel, que, repito, nunca había hecho hasta entonces. El trampolín era de los de palanca de madera y tampoco estaba demasiado alto, por lo que me dije que si me la daba, no sería muy grave. Me concentré; tomé carrerilla, cerré los ojos, “hay que impulsarse bien”, “ahora debo estirarme y levantar los brazos”, “ahora hay que encogerse y después volver a estirarme cabeza abajo y entrar bien en el agua”… Milagro: me salió bordado. ¡No me lo podía creer!
    —Tras este salto, creo que ya podemos ganar; para asegurarlo, ahora debes hacer el salto mortal — me ordenó el capitán, sin darme opción a protesta alguna.
     También era cierto que me sentía exultante, tras el éxito de mi primer salto y mis compañeros aplaudiendo. Me dije que debía recordar lo del plinto y hacer lo mismo, pero ya habían pasado unos cuantos años…
     Volví a subirme al trampolín. Había expectación entre mis compañeros. Me coloqué al principio de la tabla y tomé carrerilla, llegué al final, pegué el bote pertinente, cerré los ojos, me encogí sobre mí mismo como si fuese la voltereta sobre el plinto y… ¡lo hice! ¡Incluso entré razonablemente bien en el agua!
    Al salir de la piscina, el capitán vino hacia mí aplaudiendo y casi me abrazó, más exultante todavía que yo.
     —Y ahora tienes que hacer el doble mortal; si también te sale bien, barreremos a los de la otra escuadrilla… — volvió a “ordenar” el capitán, con esa fe ciega en mí que nunca llegué a comprender.
      Yo le miré por el rabillo del ojo; ¡lo decía en serio! Reflexioné velozmente; si había hecho el mortal, ¿por qué no iba a ser capaz de ejecutar el doble mortal?  “Pues igual que antes, pero más a lo bestia”, me dije.
      Vuelta a lo mismo; subir por la escalera al trampolín y colocarme al principio de la tabla. “Ahora a correr con más velocidad y después pegar el salto con todas mis fuerzas; debo subir más alto para tener tiempo de dar dos vueltas en el aire”, me dije a mí mismo, tratando de concentrarme en ello.
      Así lo hice; cerré de nuevo los ojos, salí corriendo a todo lo que daba de mí encima de la tabla, me impulsé con todas mis fuerzas hacia arriba, a la vez que intentaba dar las vueltas que pudiera. Tan concentrado estaba, que olvidé que tenía que “amerizar” correctamente con el tren de aterrizaje fuera, es decir, poniendo las manos en “V” tras juntar los brazos. Resultado: no completé la segunda vuelta, debí extender los brazos de alguna forma y olvidé cubrirme la cara. Resultado: tras vuelta y media, lo que salió de allí fue un maravilloso planchazo; me faltó altura para dar las dos vueltas y el golpe fue espectacular al sumarse la velocidad de giro con la de caída. Lo peor fue que gran parte de la energía del golpe se la llevó mi cara. Consecuencias: un derrame ocular y unas maravillosas ojeras sanguinolentas, como si me hubiera pegado con alguien dejándome ambos ojos morados. Lo gracioso del caso es que mis compañeros me aplaudieron a rabiar, pero el capitán ya no tanto. Pese a la pifia, ganamos…

     Días más tarde, ya recuperado y con la fama que había alcanzado, tuve que volver a saltar por la típica apuesta de fin de curso, vestido y jaleado por mis compañeros; ésta es la única evidencia gráfica que ha quedado de todo aquello. Ya puse las manos bien para taparme la cara, claro, pero el planchazo me lo di intencionadamente, con gran regocijo de mi “público”.

                                        Planchazo en la piscina de la MAU, vestido.

     Sin embargo, ésta no es la anécdota que pretendo contar; ¡hay más!

     Todo esto había sucedido a finales de agosto de 1970, justo antes de la jura de bandera y de volver a Madrid como flamante alférez de Complemento.
     Un buen día de septiembre, así como a dos semanas de regresar, fui con mis amigos de la “pandilla”, chicos y chicas, a la piscina de la Ciudad Universitaria. Entre ellos creo que estaban algunos de nuestra Promoción 64; si no recuerdo mal, Manuel Limones, Fernando Vega, Juan Miguel Velázquez y quizás alguno más. Puede que recuerden esta anécdota, la que viene ahora, si leen esto.

             En la piscina por aquella época. Yo soy el segundo empezando por la izquierda haciendo de egipcio y Juan Miguel Velázquez de indio el primero por la derecha. 

    Sería un sábado o un domingo; en cualquier caso, había mucha afluencia de gente en la piscina. Hace mucho tiempo que no voy por allí y desconozco si se ha modificado; entonces había un trampolín fijo muy alto y otro de palanca más cerca de la superficie de la piscina, pero todavía a una altura considerable. He encontrado una fotografía antigua en internet, en la que se ve la palanca fuera de su sitio, apoyada detrás.

                      Piscina de la Ciudad Universitaria, hacia 1970, con la palanca desmontada

     Recordé el evento de los saltos de trampolín en Burgos y lo comenté con mis amigos.
    —Pues ahora tienes una fantástica ocasión para demostrarnos tus habilidades — me dijo uno de ellos, retándome a hacerlo.
    No había yo caído en la cuenta que, por presumir ante las chicas, me veía comprometido a aceptar el reto; ya no podía dar vuelta atrás.
    Observé lo que pasaba cerca de allí; estábamos todos sentados en las gradas que hay o había a un lado de la piscina, justo delante de los trampolines. Yo ya había constatado que el trampolín de palanca era más alto que el de Burgos, y en cuanto al otro, al fijo, sería una locura intentarlo, pues a aquella altura y mi nula experiencia, podría dejarme los ojos allí o hasta a reventarme si caía mal. Me decidí por el de palanca.
    Al acercarme sin tenerlas todas conmigo, observé que los que saltaban no lo hacían mal, por lo que debería conseguir al menos un nivel similar. Por la misma razón, me dije, no era momento de hacer experimentos, sino de asegurar el salto. Ejecutaría el salto del ángel, que tan bien me salió entonces y era más fácil. Tuve que esperar un rato, pues había varios delante de mí para subir. Miré hacia las gradas; estaban llenas de gente y vi a mis amigos jaleándome cuando empecé a subir la escalerilla del trampolín.
    Lo primero que se me ocurrió fue que aquella tabla podría ser más o menos elástica que la de Burgos; decidí tantearla primero. Me acerqué despacio al borde y di un par de saltitos para verificarlo. La verdad es que aquello daba auténtico miedo. ¡Qué lejos estaba el agua! Según me daba la vuelta andando despacio encima de la tabla, me di cuenta con un escalofrío que mis pruebecitas de elasticidad habían generado mucha expectación entre el gran número de personas sentadas en las gradas, que estaban guardando un silencio sepulcral para ver el salto que daría aquél tipo, que era yo, aparentemente todo un experto.
     Yo tenía unas ganas locas de bajar, pero eso hubiera supuesto un ridículo espantoso. No había remedio. Me concentré; tenía que tomar carrerilla, como siempre, pegar el brinco al final, levantar los brazos, hacer como que volaba y finalmente girar sobre mí mismo para caer verticalmente cabeza abajo en el agua. Fácil.
     No lo recuerdo bien, pero tras pegar el salto y estar en el aire, estiré los brazos todo lo que pude como si fueran dos alas, a la vez que miraba al cielo. ¡Estaba volando! ¡Qué sensación! ¡Qué maravilla! Aquello era tan placentero que debí prolongarlo más de lo debido y me olvidé de algo fundamental, lo de encogerme sobre mí mismo. Y seguí volando, en efecto, pero ya sin fuerza de sustentación y sin el empuje inicial; estaba tan sólo en manos de la fuerza de la gravedad. Resultado: “americé” estirado como estaba, mirando todavía al cielo con los brazos abiertos como si fuese un crucificado en horizontal. Con mi peso ya cercano a los ochenta kilos en canal y mis hechuras, entré en un rotundo contacto plano con el agua, que se abrió hacia los lados como cuando Moisés pasó el mar Rojo, llegando a salpicar hasta a los que estaban sentados en las gradas.

   Salí del agua pensando en lo acertados que estaban los que decían que la superficie del agua es como una tabla. Me miré el pecho; estaba más colorado que un langostino cocido y me escocía la piel, pero por lo menos, al mirar para arriba, no me había dañado la cara ni los ojos.
    Según subía por la escalerilla, noté que el sepulcral silencio había desaparecido, habiendo sido reemplazado por un ensordecedor griterío y silbidos de todo tipo, a cual más cruel. Me pareció oír algo así como “¡manta!”, “¡cafre!”…
    “Hombre no es para tanto”, pensé, algo mosqueado; “un mal salto lo tiene cualquiera…”
     Me dirigí hacia donde estaban sentados mis amigos, que se estaban partiendo de risa, mientras que las chicas se tapaban la boca para que no las viera reírse también.
    —No sé a qué viene tanto jolgorio — les pregunté, extrañado por lo que me parecía una reacción desmesurada por parte de todo el mundo — sí, me he pegado un buen planchazo, lo reconozco; ya lo repetiré y lo haré mejor… — terminé diciendo, cada vez con más mosqueo.
    A mis amigos ya se les saltaban las lágrimas de pura risa; uno se levantó y se acercó a mí poniéndome su mano en mi hombro, conteniendo a duras penas una carcajada.
    —¡Pero hombre! ¡A quién se le ocurre hacer “eso” en medio de los entrenamientos del equipo olímpico español de saltos de trampolín!
    Ahora todo tenía una explicación; ¡me había colado entre nuestros olímpicos y les había hecho quedar en ridículo! ¡Qué vergüenza!


   KS, noviembre de 2017.