miércoles, 30 de agosto de 2017

La socorrista

La socorrista
por Kurt Schleicher


         Agosto de 2017
Carlos  se sentía algo acalorado, según colocaba su toalla en el césped del parque de la piscina; en pleno mes de agosto aquello parecía ser un mes de julio extremo.
Estaba listo para su cotidiana sesión de natación. Desde que se había jubilado, había decidido hacer algo por su salud, tan abandonada durante sus más de cuarenta años de actividad laboral, encebollado con el trabajo. Ahora era diferente, ya tenía tiempo para muchas cosas, tampoco todas las que querría hacer, pero se lo podía tomar con más calma. Así podía dedicarse más a sus aficiones, en especial la fotografía.
No podía quejarse, pues gozaba de buena salud; se había preocupado, sin embargo, cuando un buen día descubrió que padecía unas extrañas arritmias (le decían que era debido al estrés de su trabajo, pero él no se lo creía), por lo que el cardiólogo le recetó un medicamento para controlarlas.
Había acometido la nueva etapa de su vida con ganas; “mens sana in corpore sano”, que él traducía libremente como “mente sana en cascarón sano”. En consecuencia, natación y gimnasio, con buenos resultados. El medicamento para las arritmias le habían bajado sin embargo las pulsaciones, que a veces lo hacían tanto que llegaban a ser parecidas a las de los ciclistas o deportistas de élite; mejor, pues así tenía más margen disponible para realizar esfuerzos. “Efectos secundarios beneficiosos”, se dijo, pues el riesgo de pasar de cien era bastante remoto, por mucho que se machacase en la cinta del gimnasio.
Por las mañanas de los días laborables a primera hora no solía haber nadie en la piscina y podía nadar tranquilo su kilómetro a crowl, que se había puesto como objetivo cotidiano en el verano.
Según se ponía las gafas de nadar en un extremo de la piscina, observó que el socorrista ya no era el mismo de todos los días. Desde lejos no lo veía bien, pero parecía más delgado y moreno, si bien era cierto que con aquella camiseta holgada, pantalón corto hasta las rodillas, gorra y gafas de sol era irreconocible. Al llegar nadando a la otra orilla, se fijó mejor en el socorrista, que le miraba sonriente tras sus gafas de espejo. En la pechera de la camiseta se podían entrever unos “sospechosos” abultamientos; ¡era una chica!
—¡Hola! — saludó Carlos desde dentro del agua — No te he visto antes de hoy…
—Claro — respondió la muchacha, mostrando sus blancos dientes tras una amplia y franca sonrisa — vengo a hacer la sustitución del socorrista habitual, ya que yo estoy normalmente en otra piscina, por lo que aquí sólo vengo ocasionalmente…
“Qué pena”, pensó Carlos; no es lo mismo “un” que “una” socorrista, se dijo. “Encima parece guapa, por lo poco que puedo ver…”
—¿Te gusta eso de ser socorrista? — preguntó Carlos por decir algo.
La chica tuvo el detalle de quitarse las gafas para hablar con él, dejando ver unos ojos negros muy bonitos, que le miraban con simpatía.
—Hombre, pues sí, aunque estar aquí todo el día resulta al final muy aburrido, sin poder charlar con nadie; si acaso, me divierto con los niños, que suelen bajar más tarde…
Carlos se dijo que por él no iba a quedar, de forma que salió de la piscina, acercándose a ella; para nadar, ya tendría tiempo. Cuando se quiso dar cuenta, había pasado una hora de charla con aquella simpatiquísima criatura, que empezó a contarle su vida como si le conociera desde hacía años. Saltaban de un tema al siguiente con facilidad, y se lo estaba pasando de miedo. Ella le contó entre otras muchas cosas que estaba estudiando para ser enfermera. “Es encantadora”, se dijo Carlos, para sí.
Al darse cuenta que se estaba quemando la espalda al estar allí de pie, decidió interrumpir la charleta y dedicarse a sus nataciones, si bien cada vez que pasaba a su altura, ella, que no le perdía ojo sentada en su silla –para eso era socorrista- le regalaba con una de sus amplias sonrisas.

Pasaron varios días; cada vez que iba por la piscina  buscaba con la mirada a ver si estaba ella, pero no; el que estaba allí sentado era el socorrista “habitual”. Había que acercarse, pues el uniforme  era tan “unisex” que de lejos era difícil identificar si era el uno o la otra.
Por fin, al cabo de una semana, ¡bingo! Era ella. Estaban solos, pues hasta cerca del mediodía por allí no bajaba ni Dios. Estupendo; charla al canto, se dijo.
—¿Te importa que me bañe en la piscina? — preguntó ella muy en su papel de socorrista, pues se suponía que el uniforme debía de dejárselo puesto para identificarse como tal — Con este calor y aprovechando que no hay nadie, me doy un chapuzón; imagino que no tendrás inconveniente…
A Carlos le pareció estupendo, claro; así podría compaginar la natación, charlar allí mismo en el agua con aquella simpática muchacha y estar a la vez al fresco. Además, en caso de darle un vahido, estaría así “más cerca del/la socorrista” para sacarle de ahí, aunque eso era poco probable que fuera a pasar.
Carlos la observó con discreción según iba nadando. La socorrista dejó primero la gorra y las gafas en la silla y después se quitó el polo y el pantalón del uniforme, dirigiéndose con paso grácil a la ducha, embutida en el pequeño bikini que llevaba debajo.
Carlos tuvo que parar de nadar en seco, ya con la boca abierta de par en par, según la observaba en la ducha; ¡Qué bárbaro! ¡Vaya transformación! De ninfa a mariposa… La socorrista sin el uniforme ya no era socorrista; era una preciosa muchacha, alta, con tipazo de modelo, sin un gramo de grasa, todo en su sitio… ¡de cine! Carlos se había quedado absorto; además, era mucho más guapa así, sin la gorra y las gafas. “Es impactante”, se dijo. “¡Qué criatura!”
Ella ya había salido de la ducha y se había acercado andando por el borde de la piscina, tirándose al agua desde la orilla y apareciendo delante de él tras bucear unos cuantos metros, alisándose el pelo mojado en la cabeza y echándole una pícara sonrisa, pues tenía que haberse dado cuenta de la impresión que le había causado. Carlos decidió que para atenuar aquél efecto, sería mejor decir lo que sentía, siendo sincero.
—Me parece que deberías quitarte ese uniforme tan poco sexy con más frecuencia… Estás preciosa… — le salió a Carlos del alma.
—Y tú guapo, muchas gracias — le replicó ella con su risa cantarina, sin cortarse un pelo.
—¿Nunca se te ha hecho el ahogado algún señor para que le des un beso de reanimación? Con ese tipo que tienes, seguro que a más de uno se le habrá ocurrido… — continuó Carlos con la broma.
—No, no se me ha dado el caso — respondió ella, ya a carcajada limpia.
A partir de ahí, Carlos se quedó de nuevo sin natación, pero bien compensado por la agradable compañía, tan cercana. El tiempo fue pasando reclinados ambos en el borde de la piscina, disfrutando de la frescura del agua y dándole a la sinhueso sin parar. Era increíble cómo se desgranaban los temas de conversación con aquella personita, hilando unos con otros en simpática y agradable conversación. Uniendo a esto que a veces no podía evitar que su mirada la recorriese de arriba a abajo admirando su mojada y escurridiza contextura, a la charla le acompañaba un magnífico complemento visual.
—¿Estás contenta con tu trabajo? ¿Te pagan bien por ser socorrista? — preguntó Carlos, después de haber profundizado en los aspectos de la vida de cada uno en la larga conversación.
—Pues no me pagan mucho, pero al menos es trabajo; debo tener un sueldo para seguir estudiando, por mucho que mis padres me ayuden — contestó ella — Ahora he pensado en suplementarlo haciendo de modelo para una agencia. El problema es que me piden un “book” de ésos, yo nunca he posado y no tengo tampoco dinero para pagar a un fotógrafo profesional — respondió ella con gesto resignado.
Carlos pensó con rapidez; ¡él podría hacer algo!
—Se me ocurre una idea — dijo Carlos — No soy profesional ni un experto en retratos para un book, pero podríamos intentarlo. Otro día que vengas, me traigo la cámara y te hago aquí mismo una sesión de fotos. ¿Te atreves?
La socorrista se le quedó mirando con los ojos muy abiertos.
—¿De verdad que lo puedes hacer? Sería estupendo… siempre que no haya nadie mirando, claro; si no, me daría mucha vergüenza siendo la socorrista de la piscina.
—Por supuesto… y yo no te cobraría nada, claro… — replicó Carlos con guasa.
Esta vez ella miró en su agenda de trabajo y le adelantó mirando el calendario cuál sería el próximo día que viniera y Carlos se lo apuntó para llevar su cámara de fotos.
El día resultó ser un domingo por la mañana. No había nadie en la piscina; la gente estaría de excursión de fin de semana.
—Bueno, ya te puedes ir quitando la ropa — dijo Carlos, con la sensación de que esa frase sonaba un poco “atrevida”.
Ella sonrió con timidez y empezó a hacerlo. Esta vez llevaba un bikini aún más pequeño, de fondo negro con algunas irisaciones de color. “Perfecto para las fotos”, se dijo Carlos.
“Ponte detrás del árbol, asoma la cara, sonríe, mira para arriba, ahora mójate en la piscina, apóyate en la orilla, no dejes de reír, saca tu lado pícaro, ponte así, de contraluz, ahora con el flotador…” Carlos la fue guiando empleando el teleobjetivo, ideal para primeros planos desde lejos y de cuerpo entero sin deformaciones.
Tras casi una hora de recorrer la piscina y buscar motivos nuevos para las fotos, Carlos ya se dio por satisfecho. Para no haber posado nunca, lo había hecho muy bien, sin dejar de sonreír y casi siempre de forma natural; seguro que las fotos habían salido buenas.
Carlos las preparó y se las envió; ella ya le respondió que le habían gustado. Ahora sólo faltaba la opinión de la agencia.
A finales de agosto, cuando volvió, era su último día de socorrista en la piscina haciendo de reemplazo del otro.
Cuando apareció Carlos, ella se le acercó corriendo, muy ilusionada y exultante.
—¡¡Me han aceptado el book!! No sabes lo agradecida que te estoy por haberlo hecho posible; me gustaría pagarte o compensarte de alguna forma por el estupendo trabajo que has hecho…
Carlos también estaba orgulloso por haber podido ayudarla; sólo por verla tan contenta y feliz, se sentía sobradamente pagado. Instintivamente, sin pensarlo, se le ocurrió una posible forma de “compensación” y contestar así a la pregunta que le había hecho.
—Pues como no sea que me des un beso, no se me ocurre nada mejor… — dijo él, con guasa.
La socorrista miró primero para un lado y después para el otro, cerciorándose de que no había nadie cerca de allí; entonces, ni corta ni perezosa, se le acercó y le plantó un jugoso beso en plena boca.
A Carlos, poco acostumbrado ya a estas efusiones y menos por parte de una criatura tan bonita como aquella, le sobrevino una arritmia de aúpa, sintiendo que le atravesaba el corazón algo así como una corriente eléctrica. “Será el flechazo”, se dijo.
—¿Te vale así como compensación o necesitas más? — dijo ella, separándose de él con sonrisa picarona.
—Uufff, que uno ya no está para estos trotes — dijo Carlos, impresionado y sonriente — Desde luego, me has dejado bien pagado, con propina y todo. Uno no es de piedra…
La socorrista se había quedado enfrente de él, partiéndose de risa con la salida de Carlos.
Después de aquél día, ya no vino más por la piscina, pues se habían terminado sus pocos turnos.
Carlos alguna vez recordaba aquél efusivo beso y las agradables charlas entre natación y natación con “su” socorrista, pero con el tiempo se le fue difuminando en la memoria. Sin embargo, la sensación aquélla se le quedó muy grabada.

         Agosto de 2022
Carlos, con cinco años más, seguía en buena forma entre el gimnasio y la natación. Durante los veranos como aquél siguió yendo a la misma piscina para hacer sus largos; de vez en cuando recordaba a su amiga la socorrista, pero ya no volvió a verla. Cada comienzo de temporada se decía que quizás apareciera ella, pero no fue así.
Paseando un día por la calle, se sintió con mucho sueño y muy débil;  tuvo que sentarse en un banco a descansar y tratar de reponerse. Se preocupó, pues recordaba vagamente que la noche anterior no estaba muy seguro de si había tomado una o dos píldoras para corregir su arritmia; seguramente había duplicado la dosis por despiste. La sensación de sueño no se le quitaba de encima y poco a poco fue aún a más, tanto, que al final no pudo evitar quedarse dormido sentado en el propio banco.
Se “medio-despertó” de golpe, al cabo de un tiempo que para él ni había existido, dándose cuenta de que estaba tumbado boca arriba en una camilla, rodeado de cables y enchufado a algo que tenía una pantalla. Lo veía todo difuso;  seguía sintiéndose muy débil y con ganas de abandonarse al sueño y perder de nuevo la consciencia. Aquello debía ser un hospital.
Entre brumas, podía oír unas voces que debían de corresponder, por lo que hablaban, a un médico y a una enfermera; no era capaz de fijar la mirada, viendo sólo bultos difuminados.
—Ha entrado aquí con unas pulsaciones bajísimas, no más de veinte por minuto, doctor — decía una voz femenina proveniente de un contorno blanco, por lo que debía ser la enfermera — Parece ser una bradicardia muy severa; se le podría hasta parar el corazón en cualquier momento a este ritmo. Habrá que hacer algo…
—La verdad es que es un caso raro y extremo — respondió el que a todas luces era el médico — El problema con este señor, que ya no es un deportista joven, es que podría ser grave si las pulsaciones siguieran bajando, pues no se le oxigenará el cerebro debidamente; eso pudiera llevar a consecuencias graves o incluso mortales, aunque lo normal es que una bradicardia no desembocase en eso…
—Yo ya he pedido que traigan una inyección de adrenalina, por si acaso; ¿qué le parece doctor?
—Bien, pero con reservas. En este caso y con antecedentes de arritmias como indica su ficha, no conviene abusar de la adrenalina; habría riesgo de un repentino subidón incontrolable. En el peor de los casos y si se parase el corazón, siempre cabría el último recurso de inyectar en él directamente la adrelanina, pero antes de eso habría que pensar en algo alternativo y menos peligroso — opinó preocupado el que debía ser el médico.
Carlos seguía aquella conversación como si tuviera lugar muy lejos y con la sensación de que se estaba alejando cada vez más de ella. Le parecía haber entrado en una especie de túnel en el que se vislumbraba una luz al fondo, hacia la que sentía una enorme atracción y avanzaba hacia ella. Tenía que hacer grandes esfuerzos para no perder la consciencia del todo. ¿Sería ése el túnel que entreveían los moribundos?
De repente, la voz femenina subió de tono, exaltada.
—¡Mire, doctor! ¡Fíjese en la pantalla! ¡Siguen bajando las pulsaciones, ya están a menos de diez! Como esto siga así, se nos queda tieso aquí mismo… ¡A ver si viene ya la enfermera con la dichosa inyección! Me estoy poniendo muy nerviosa…
—Ya viene la enfermera…  ¡menos mal!  — oyó que decía la voz del médico en la lejanía.
Carlos escuchaba todo aquello como si estuviera pasando a mil kilómetros de allí. Ya no oía nada; ¿Le habrían puesto la inyección? ¿Estaría todavía vivo?, se preguntaba entre las brumas de su consciencia, cada vez más apagada. La luz del fondo del túnel estaba ya más cerca y sentía que era agradable acercarse a ella, de forma que, ¿para qué luchar y oponerse? Mejor sería dejarse llevar…
De repente, en su boca sintió una sensación lejanamente familiar; ¡aquello parecía ser un beso! Pero era un beso suave, cálido y a la vez intenso, impeliendo aliento dentro de su boca y notando la suave presión de unos labios, al tiempo que vibraban y le masajeaban los suyos propios, como un aleteo etéreo acompañado de un reconfortante cosquilleo. Al mismo tiempo, sentía un peso muy agradable y blando sobre su pecho estando tumbado allí, en la camilla.
Aquél beso le provocó la sensación de una corriente eléctrica que le resultaba vagamente conocida, como si se le partiera el corazón. “Debe de ser otra vez un flechazo”, se dijo en medio de la niebla que envolvía a su consciencia.
Por fin, notó que su “joven” corazón se aceleraba, gracias a aquella corriente eléctrica o lo que fuese que había sentido, impulsando de nuevo el ansiado oxígeno a su cerebro. La sensación de avanzar por el túnel había desaparecido, siendo reemplazada por otra de retroceso, con mayor velocidad que antes. Al mismo tiempo fue también saliendo de entre las brumas de su consciencia y recobrando poco a poco la visión.
Notó cómo aquella agradable y misteriosa boca se separaba con suavidad de la suya; una imagen empezó lentamente a tomar forma ante sus ojos al separarse ambos rostros y entrar en su campo de visión. Empezó por distinguir una sonrisa que le era familiar y después unos ojos negros que le miraban alegres, con expresión de satisfacción al haber sido capaz de lograr que reaccionase tan bien.
Era una enfermera, la que había traído la inyección. Había sabido muy bien qué hacer en su caso, decidiendo con rapidez volverle a la vida sin más inyecciones ni historias que con aquél maravilloso beso. Entonces la reconoció.
Era su socorrista.

                                        KS, agosto de 2017

viernes, 18 de agosto de 2017

Tras los genes de Caín

Tras los genes de Caín, 
por Kurt Schleicher

Introducción
Este cuento o lo que quiera que sea, pretende ser una especie de refrescante relato combinado, agitado y revuelto, para solaz y esparcimiento en estos calores veraniegos.
Abarca nada menos que cinco mil millones de años y propone además una forma de resolver una polémica muy antigua: armonizar la Creación del mundo y el origen paleontológico del Hombre con la Biblia. Después, por si esto fuera poco, pretende también situar al Cielo, al Infierno y al Purgatorio en su lugar en el Cosmos y descubrirnos sus entresijos.
Tras este magno esfuerzo, el relato se vuelve más filosófico, analizando el pecado y su significado en nuestros días, imaginando un candoroso diálogo en clave de humor entre los responsables de estos tres lugares a los que se supone que irán nuestras almas algún día.
                         * * *

I.               El origen del Mundo, la Vida y el Hombre.
  Dios había creado la Tierra en el año 4500.000.000 a. d.C.; 400.000.000 años más tarde, con el planeta ya preparado para dar un paso importante en su evolución, decidió que había que dotarlo de Vida. Por medio de unos meteoritos sabiamente pertrechados con agua, carbono y unos cuantos aminoácidos de cosecha propia, lo hizo así, dejando que aquél proceso se pusiera en marcha por sí solo. Se encontró con una molécula muy particular, el ADN, que formaba vínculos muy curiosos en dos cadenas helicoidales de nucleótidos. El ADN tenía el problema de no ser auto-replicante; se necesitaba un motor de arranque, que resultó ser una molécula de cadena simple: el ARN. Dios no tuvo más que ponerlas en contacto y… ¡eureka!,  aquello empezó a funcionar.
Dios se sintió aliviado; ya tenía la Vida, pero su desarrollo era tremendamente  lento; tuvo que esperar otros 300.000.000 años más para que saliera el oxígeno del mar, pasara a la atmósfera y se formase un organismo muy sencillo, una célula procariota con una membrana y unos ribosomas a la que llamó LUCA (1).      N. del A.: (1) Siglas de “Last Universal Common Ancestor”
Esta célula almacenaba su información dentro de la molécula de ARN, que empezó a actuar como motor de vida, iniciándose así un ciclo vital y logrando que LUCA empezase a evolucionar por sí sólo.
La radiación ultravioleta excitó parte del oxígeno formando ozono, el cual se fue acumulando en una capa a gran altura, protegiendo a las jóvenes células descendientes de LUCA de aquellas peligrosas radiaciones solares. Gracias a la fotosíntesis, las jóvenes células capaces de sobrevivir aprendieron a usar el oxígeno para mejorar su metabolismo y obtener así energía, prosiguiendo así la evolución de la vida.
 Tras este complejo y largo proceso, fueron apareciendo los primeros seres vivos con gran regocijo de Dios. Después de una serie de extinciones masivas, “ajustes necesarios” los llamó, empezaron a surgir formas de vida cada vez más complejas: los peces en los mares, los insectos en tierra y los peces en el río.  Tras otras cuantas extinciones masivas más, que sirvieron para que sobrevivieran los organismos más fuertes siguiendo aquello de las leyes de la Selección Natural, por fin, en el año 195.000.000 a. d.C., aparecieron los primeros mamíferos a la vez que las aves; éstas evolucionaron a su vez y surgieron los dinosaurios, algunos de los cuales fueron creciendo desaforadamente.
En el año 65.000.000 a. d.C. hubo otro cataclismo, esta vez meteórico, dada la manía de Dios de importar elementos foráneos por este medio; el meteorito, todo un meteorazo, se hincó entre Florida y México acabando con casi toda la vida en la Tierra, sin que Dios tuviera tiempo de evitarlo. Los animales más grandes desaparecieron primero, pero por fortuna sí que llegó a tiempo al menos de salvar de la quema a muchas de sus otras criaturas. Los que fueron capaces de sobrevivir fueron evolucionando de nuevo; surgieron así mamíferos cada vez más desarrollados, entre los que se encontraban unos muy especiales: los primates, cuyo aspecto le resultaba vagamente familiar. Hacia el año 4.400.000 a. d.C. hizo su entrada en escena un primate especial, que ya andaba erguido sobre sus dos piernas: el Ardipithecus Ramidus, que comenzó a evolucionar durante esos más de cuatro millones de años.
 Dios, tras todo aquél largo proceso, más que cansado de tanta Creación, lo que estaba era harto; tenía bastantes virtudes en grado infinito, pero la paciencia no era una de ellas.
Al constatar el lento progreso en aquél Ardipithecus en el que había puesto tantas esperanzas, alrededor del año 16.000 a. d.C. ya se cansó y decidió intervenir por su cuenta y riesgo, aplicando el “soplo divino” para insuflar vida en el barro y crear de golpe y porrazo un ser vivo a su imagen y semejanza. Resultó así una especie de primate parecido al Ramidus, pero mucho más atractivo, con menos pelo (excepto en la cabeza), con cara de buena persona y sin  la expresión estúpida de aquél.
 Satisfecho de su obra, le dotó de algo de su invención: el raciocinio, sazonado con un poco de libre albedrío. Había que ponerle nombre, y se lo puso: “Adán”. (Primero había pensado en ponerle “Adonis”, pero le pareció excesivamente pretencioso y Él quería seguir siendo infinitamente modesto).
Fijándose en sus otras creaciones, se dijo que lo más apropiado era hacerle mamífero. De repente, se dio una palmada en la frente; ¡se había olvidado de la reproducción! Hacer de Adán un auto–replicante sería muy aburrido para él y además en los mamíferos ya existían los machos y las hembras; ¡no iba Su criatura a ser menos! No tenía ganas de repetir lo del soplo divino, por lo que decidió meterle mano en las costillas, de donde sacó un ejemplar apropiado con unas características diferenciadoras a gusto del propio Adán, con el que ya había mantenido largas conversaciones a este respecto. Al nuevo espécimen lo llamó “Eva”. (Por cierto, de este hecho viene el que a las señoras casadas se las conozca también como “mi costilla”, aunque hay que reconocer que esto no deja de ser una cursilada).
Mirando arrebolado sus dos creaciones, se sintió más que satisfecho y pensó que lo mejor sería ya dejarles “a la buena de Dios”; para ello eligió un maravilloso lugar especialmente protegido, al que llamó Paraíso.
Tras unos pocos años de vida bucólica, Adán y Eva tuvieron que abandonar aquél idílico lugar, saliendo escaldados de él tras una agria trifulca con Dios. Se sintieron muy frustrados, pues la pobre Eva había sido vilmente engañada por uno de los ángeles rebeldes y todo por una miserable manzana.
El casero y dueño de aquellas tierras paradisíacas era también el propio Dios, que no tuvo a bien mantenerles el contrato de alquiler del Paraíso. Como no habían aprendido a trabajar y no tenían sueldo, no pudieron pagarle, por lo que Dios los echó de allí.
 —Esto es injusto — se quejaron Adán y Eva en cuanto se tropezaron con Dios — ¡No nos has dado ni una sola oportunidad y además el ángel ése de la manzana y con cara de reptil es de los tuyos!
Dios reflexionó mirando de reojo a sus dos criaturas preferidas.
—Es posible que tengáis razón — dijo Dios — Voy a tratar de compensaros, ya que soy infinitamente justo; os voy a dotar de un regalo muy especial… — Dios bajó mucho el tono de voz, acercándose a ellos con un gesto de complicidad  — es algo que se llama “sexo”. Así podréis disfrutar de él cuando os venga en gana y de paso me hacéis el favor de quitarme trabajo, pues mi soplo divino anda últimamente muy desgastado; será que me estoy haciendo viejo.
Eva y Adán se miraron con gesto de no comprender.
—Ya veo que no habéis captado el doble significado de mi regalo — prosiguió Dios, sarcástico — Sé que al usarlo sentiréis placer, pero además está pensado para que podáis replicaros sin mi divina intervención; esto seguirá siendo así por los siglos de los siglos, permitiendo que yo descanse por fin de tanta Creación.
Adán y Eva sonrieron a Dios, agradecidos, sin adivinar lo que les esperaba.
Eva echaba de menos el Paraíso, pues ahora tenía que cocinar para su Adán y antes podía estar todo el día holgazaneando; Adán supo convencerla que eso terminaba siendo muy aburrido y más cuando todavía no se había inventado la televisión ni las series del corazón en la sobremesa.  
Eva quedó pronto embarazada. Eso no dejaba de ser una “gracia” de Dios, pues no a todo el mundo le apetece que le crezca un niño en la barriga; sin embargo, cuando nació, todos aquellos malos ratos del embarazo pasaron pronto al olvido. Aquél niño era precioso; decidieron llamarle Abel.
Ambos le habían cogido el gusto a eso del sexo que les había regalado Dios, por lo que Eva volvió a dar libre acceso a su marido poco después del parto. Nueve meses más tarde apareció en su vida otro niño, al que pusieron por nombre Caín. Fue entonces cuando aparecieron los problemas; ahora ya eran dos los niños a atender, éste no era tan precioso, era un auténtico coñazo por no parar de llorar por las noches, no les dejaba conciliar el sueño, les hacía pis en los momentos más inoportunos y era desobediente a la vez que respondón desde el mismo día en que empezó a hablar.
Abel, por el contrario, era un niño aplicado y obediente, por lo que sus padres cayeron en la tentación de prodigarle a él todas las carantoñas, sin dejar ni una sola para su hermano menor; grave error.
Adán aprendió a trabajar sin que nadie le enseñase y Eva se dedicó instintivamente a las tareas del hogar; nunca llegó a saber si cocinaba bien o mal, pues sólo se podía fiar del criterio de sus dos hijos y de su marido.
—Mamá, esto está asqueroso — soltó un buen día Caín y  tiró el plato de comida a la cara de su hermano, que empezó a llorar desconsoladamente. Tuvo que ser reconfortado amorosamente por Eva, quien le fue quitando de la cara al pobre Abel uno a uno y con santa paciencia todos los spaghetti con tomate que habían quedado prendidos en sus preciosos rubios y rizados cabellos, castigando a Caín sin videojuegos. Esto fue el detonante del drama.
Caín empezó a desarrollar un novedoso aspecto de su carácter, que ni Dios había tenido en cuenta hasta ese momento: la envidia. Aquello sucedió por causa de una mutación espontánea generada en su subconsciente, difícilmente detectable. De esta mutación aparecieron en sus dobles cadenas de ADN unos nuevos genes, que provocaron a su vez nuevas facetas en su carácter, que después se llamaron “vicios”. Y eso no fue todo: su alma quedó corrompida, afectada por una nueva enfermedad; se trataba de una variante primigenia de lo que varios miles de años más tarde se llamaría corrupción. Todo aquello pasó a formar parte de algo que Dios todavía no había legislado debidamente: el pecado.  
Por un quítame de ahí unas pajas, es decir, una tontería, un malhadado día Caín se enfadó con su hermano, poniéndose en marcha una de aquellas nuevas características promovidas por sus novedosos genes: la ira. Se olvidó del raciocinio que había heredado de su padre y decidió que había que quitar de en medio a aquél hermano que había sido el causante de sus desgracias; a falta de un arma mejor, se le ocurrió matarle con una quijada de burro; de ahí que desde entonces aquello se llamase “burrada”.
Sus padres no le perdonaron esta cruel fechoría y le echaron de casa, afirmando que no querían volver a verle jamás.
Caín se había quedado solo sin poder volver a su casa; estuvo llamando a Dios desesperadamente para que le metiera mano en sus costillas igual que a su padre y tener así a alguien en quien descargar sus frustraciones, pero, como es lógico, Dios no le escuchó, arrepentido de aquella decisión que había tomado por su cuenta y riesgo, creando de forma tan precipitada a unos seres a su imagen y semejanza y no dejando a la evolución humana que siguiera su propio ritmo, sin precisar de su intervención divina.
Dios no se había enterado de que no mucho tiempo antes de estos hechos se había producido una mutación en el último eslabón de su cadena evolutiva a partir del Ardipithecus Ramidus: el Homo Sapiens Sapiens. De esta mutación espontánea aparecieron en la ya famosa doble cadena del ADN unos genes llamados MCPH1 y ASPM. Estos genes lograron el milagro que tanto había estado esperando Dios y que no había tenido la suficiente paciencia para aguardar a que aquello pasara sin más: el Sapiens Sapiens despertó un buen día con una sensación nueva: la curiosidad, enmarcada, sin que todavía fuera consciente de ello, por lo mismo que Dios había insuflado en Adán con su soplo divino: el raciocinio.
La verdad es que ya se podría haber intuido que eso sucedería echando una simple ojeada, pues el cráneo del Ardipithecus había ido cambiando de forma en los últimos cuatro millones de años en que fue evolucionando hasta llegar a ese punto, ganando además bastantes centímetros cúbicos y preparándole para aquél momento, que muchos calificaron después como el despertar de la inteligencia humana.
                                       * * *

II. Primera y segunda Humanidad
  En este escenario, no hay que olvidar que Caín seguía existiendo, solo y desterrado, portando aquellos genes malvados; fue por entonces (no olvidar que seguimos en una época cercana al año 16.000 a. d.C.) cuando sucedió lo imprevisible, tanto que ni Dios fue capaz de anticipar tamaña casualidad.
Un buen día, o mejor dicho, un malhadado día, andando Caín por el monte pegando patadas a las piedras de puro aburrimiento, se encontró con una muchacha Sapiens Sapiens portando los nuevos genes MCPH1 y ASPM, que habían favorecido de forma notable al cabo del tiempo su aspecto físico, haciéndolo similar al de Eva. Caín echaba de menos a su madre, pese a los desplantes que, en su percepción, le había hecho de niño; tampoco tenía otras referencias femeninas.
  La chica no era una maravilla, al no haber alcanzado todavía el grado óptimo en su evolución, pero a Caín le gustó. No se sabe si hubo o no enamoramiento, pero era evidente que, o se emparejaba con aquella Sapiens que la casualidad le había puesto a tiro, o tenía que seguir con sus prácticas en solitario. Se decidió por lo primero. Ya que el destino o la casualidad habían hecho que de la mutación en los descendientes del Ardipithecus Ramidus saliera aquella muchacha, sería un pecado dejarla marchar.
Tuvo algunos problemas iniciales con el idioma; los sonidos guturales de la chica no había Dios que los entendiera, pero para sus fines primigenios, decidió entablar una conversación gestual. Haciendo una “O” con el dedo pulgar y el índice y pasando el dedo corazón de la otra mano repetidamente por el interior de esta “O”, a la vez que suspiraba y jadeaba de forma entrecortada, sus intenciones fueron inequívocamente captadas por la chica, que encontró a Caín mucho más atractivo que sus congéneres, más primitivos.
—¡Qué guapa eres! —exclamó Caín, a sabiendas que estaba mintiendo, pero de alguna forma tenía que empezar a ligar y no se le ocurrió nada más original.
—“Uh, uh, uh”, contestó ella, extasiada y con su ego por las nubes.
Caín la abrazó y, haciendo de tripas corazón, la besó en la boca en un largo y dulce beso, que terminó con un voraz chupeteo, dada su obvia inexperiencia.
—¡Uuuhm! — contestó ella tan pronto fue capaz de hablar (es un decir), una vez que el mancebo aquél despegó su boca de la suya.
Como el instinto sexual para la reproducción de los primates ya llevaba varios millones de años existiendo, la Sapiens no tuvo que hacer otra cosa que conceder a Caín el debido acceso; el sexo y el mencionado instinto ancestral ya hicieron el resto.
Al terminar, Caín pensó que se había portado groseramente con ella, al no presentarse siquiera antes de intimar e intentó remediarlo, a falta del clásico cigarrillo post-coyundam.
—Yo me llamo Caín; ¿y tú?
—Nascha — contestó ella, enseñando sus grandes y blancos dientes en un  esbozo de sonrisa.
Desde aquél día, Nascha y Caín dieron principio a algo que se llamaría “familia”. De ellos descendieron los hombres, pero la entrada de Caín en el proceso evolutivo trajo como amarga consecuencia que sus genes también lo hicieron, formando desde entonces parte de la Humanidad.
Dios todavía dio una última oportunidad a Adán y Eva, bastante longevos, que tuvieron un tercer y último hijo, al que llamaron Set. Con él llegó un nuevo problema, pues muerto Abel y desaparecido Caín, ¿cómo iba a tener descendientes? La única manera era tratar de parir a una hermana y emparejarla con Set, pero esta consanguineidad no estaba bien vista por Dios, quien prohibió a Adán y Eva tener más hijos (esto ha sido uno de los conflictos más graves con los que se han tropezado los defensores de la Creación según la Biblia, queriendo evitar que aparecieran relaciones sexuales entre hermanos). Una vez que Set pasó la adolescencia y se dio cuenta que a falta de otro espécimen similar a Eva no tenía a nadie con quien desfogarse, llegó incluso a sentir atracción por su madre; al darse cuenta Adán, lo comentó con Dios y con Eva y los tres hicieron piña contra el pobre Set, que decidió marcharse de inmediato para evitar problemas mayores.
Set corrió la misma suerte que Caín; se encontró con una muchacha Sapiens Sapiens bastante potable, de ojos morunos y piel olivácea. Tras los consabidos escarceos y dificultades idiomáticas, logró entender que tenía un nombre muy bonito y sensual: Azura. ¡Era la primera pareja libre de los genes de Caín! Sus descendientes se fueron dispersando por Oriente Medio siguiendo una única línea pura, empezando por el primogénito de ambos: Enoc, abuelo de Matusalén en la misma línea de seres humanos la mar de longevos. El problema surgió poco después, cuando estos descendientes se cruzaron con los de Caín y Nascha, que habían ido colonizando los mismos territorios y los malvados genes volvieron a hacer de las suyas.
Generación tras generación, los susodichos genes fueron activándose en mayor o menor medida en los nuevos hombres; aquellos más refractarios a ellos se convirtieron en “hombres buenos”, mientras que los que fueron más permeables a los mismos se fueron convirtiendo en “hombres malos”. El problema alcanzó cierta gravedad cuando a lo largo del tiempo, los genes de Caín se fueron imponiendo y la cantidad de “malos” empezó a superar en porcentajes cada vez mayores a los “buenos”.
Fue entonces cuando Dios decidió intervenir.
Le costó mucho encontrar a un descendiente de Enoc libre de los malvados genes de Caín; por los pelos dio con él: se llamaba Noé. Sin embargo y desgraciadamente, su esposa sí que los llevaba. Ya tenía tres hijos y parecía probable que heredasen de su padre sus virtudes y fueran con suerte refractarios a los genes de Caín, por lo que Dios decidió correr el riesgo, advirtiendo a Noé que el resto de aquella Humanidad, ya corrompida por los genes de Caín, sería barrida de la faz de la Tierra por medio de un Diluvio Universal. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, les dijo.
Debido a la triste experiencia con Adán y Eva, Dios pensó que no debía caer de nuevo en el mismo error, facilitando esta vez el desarrollo de otra nueva Humanidad por medio de especímenes femeninos para los hijos; el que se juntasen casualmente con especímenes descendientes del Ramidus no le acababa de gustar, pues éstos estaban en su criterio aún un poco verdes en su evolución y le parecían todavía muy feos. En cuanto al riesgo, decidió que ellos, los hijos, eran los más indicados para elegir a sus parejas, advirtiéndoles que lo deberían hacer por sus virtudes; ahí fue donde se equivocó, pues ni Dios conocía suficientemente a las mujeres. Sea como fuere, decidió correr el riesgo. Los tres hijos eligieron a su pareja, con la que compartieron el arca. No había indicios de que las mujeres llevasen los genes, pero ya durante el viajecito se les fueron activando, a tenor de las discusiones familiares que fueron cada vez a más. No es raro, pues cuarenta días allí encerrados con tanto animal suelto estresa a cualquiera. Hasta Noé, que no discutía por lo bueno que era sin los genes de Caín, pensó en mitigar su pena por las discusiones familiares con algún que otro  lingotazo. No se puede ser tan perfecto…
Sem cayó en desgracia cuando un mal día se cachondeó de su padre ebrio; Noé, una vez que el arca tomó tierra en seco, le echó de casa. Desterrado por su padre, se dirigió a los países del Sol Naciente. Su joven esposa no soportó el largo viaje y falleció en el camino. Tras recorrer medio mundo (nunca mejor dicho), se encontró un buen día con otra Sapiens, pero esta vez con la piel algo más amarilla y los ojos achinados; el carácter oriental de aquella muchacha le atrajo desde el primer momento. Se dedicaron a procrear con bastante eficacia, característica que se ha mantenido incólume hasta nuestros días. (No hay más que constatar la ingente cantidad de chinos que hay en el mundo).
Más adelante, unos cuantos descendientes de Sem cruzaron el extremo de Asia (hoy es el estrecho de Bering, que por entonces era mucho más estrecho) y se fueron dispersando hacia el sur. Al cabo de los años, en las tierras más cálidas de aquél nuevo continente, la piel amarillenta fue desapareciendo sin necesidad de una nueva mutación, siendo reemplazada por una mezcla amarronada de amarillo y rojo tostado. Nació así otra raza, con una extraña querencia por las plumas.
En cuanto a los otros dos hijos, los que taparon pudorosamente a su ebrio padre sin reírse de él, una vez que tocaron tierra firme, también se fueron dispersando.
Jafet se dirigió hacia el noroeste, hacia lo que hoy es Europa. Con su esposa Aria tuvo muchos descendientes, pero todos ellos con los genes de Caín más o menos activos. Aunque la torre de Babel se construyó años más tarde, en aquellos territorios no hizo ni falta, pues sus descendientes no se entendían entre sí, en especial los del norte con los del sur. Los primeros salieron rubitos como la madre (de ahí la manía de Hitler con la raza “aria”) y los del sur, más morenos “mediterráneos”, que desarrollaron con el tiempo un carácter latino. Eso sí, de salud bien, gracias a la dieta que inventaron. Con el correr de los años, se hizo evidente que allí hacía falta una conjunción de países; por esta razón se considera a Jafet el padre primigenio de la Unión Europea, con permiso de Schuman y Adenauer.
Cam decidió también emigrar con su pareja. Se dirigió a territorios africanos más cálidos situados al sur, cerca del ecuador. Según fueron pasando los años, se produjo otra mutación espontánea promovida por la protección contra los fuertes rayos solares, haciendo que uno de sus nietos adquiriese una sospechosa tez más oscura que la de los demás; la evolución hizo el resto, descartando poco a poco los más blanquitos. Apareció así una nueva raza, mejor protegida contra el efecto ambiental en aquellas cálidas tierras. (Años más tarde, se descubrió que la mutación coincidió con el incremento puntual de algo llamado “melanina”).
  Había surgido otra Humanidad, con nuevas variantes o razas.

Dios decidió esta vez hacerse infinitamente tolerante, por lo que prometió que no montaría otro Diluvio, salvo que fuera absolutamente necesario. Un día se dijo que la culpa igual la tenía Él mismo al no haber dejado muy claro cómo quería que se portasen los hombres; decidió entonces llamar a Moisés y pasarle los diez Mandamientos. Eran fáciles de recordar, pues no eran demasiados y parecían ser bastante obvios. Sin embargo, los hombres se los saltaron pronto a la torera, llevados por ambiciones de poder, por envidia, por soberbia, por gula y unas cuantas características más que fueron desarrollándose en aquella segunda Humanidad. Dios tenía fundadas sospechas de que todo aquello eran manifestaciones de los genes de Caín, pues los niños nacían buenos e inocentes y más tarde, independientemente de la educación recibida, algunos se volvían perversos. Sus temores no eran infundados, pues los genes de Caín se habían vuelto a activar sin que Él lo supiera, y ya era demasiado tarde.
De ahí surgieron después todos los desastres históricos de la Humanidad, empezando por las guerras, las matanzas, los genocidios y tantas y tantas maldades más. Por fortuna, surgieron también algunas sonadas excepciones de personas extraordinarias que lograron calmar algo su temible ira y frustración ante la especie humana.
Él había tenido parte de culpa, se dijo, al haber intervenido en el largo proceso de la Creación con su falta de paciencia y no haber conseguido desactivar para siempre los genes de Caín.
¿Qué podía hacer? Quedaban dos opciones: o un Diluvio-2 o una conflagración atómica, cosa que decidió experimentar localmente en Sodoma y Gomorra. Hasta Él se asustó por los efectos de la energía nuclear y decidió mantener esta segunda opción en la recámara y armarse de paciencia; su objetivo era lograr que ésta fuera infinita.
                                             * * *


III.         Cielo, Infierno y Purgatorio
   Dios era el dueño absoluto de  tres territorios localizados en los confines del Universo, mejor dicho, del Multiverso.  Había ideado unos mundos de dimensiones adicionales, once según la Teoría de Cuerdas, invisibles para los hombres de la Tierra que estaban confinados en sus tres dimensiones (y el tiempo, que alguien osado se había empeñado en añadir como tal). En uno de aquellos universos paralelos, como se dio en llamarles años más tarde, se hizo con un extenso territorio, que parceló en siete niveles verticales y lo llamó Cielo.
 Los tres territorios eran el Cielo, que controlaba Él mismo; el Infierno, localizado dentro de un enorme agujero negro (elegido por ser un lugar del que no es fácil salir por sus propios medios; ni la luz lo ha logrado…), para cuyo gobierno había delegado en Belcebú, un ángel muy eficiente y con grandes dotes organizativas, y, por último, el Purgatorio, que colocó en el Horizonte de Sucesos, zona limítrofe del agujero negro anterior; a cargo de él puso al ángel Custodio (2).      N. del A.: (2). No confundir con otro ángel, el llamado “De la Guarda”, que no tiene nada que ver con éste, pese a empecinarse la Iglesia en lo contrario. Custodio custodia el Purgatorio, aunque sólo sea por redundancia.
Para que fuera más sencillo desplazarse por sus dominios, inventó lo que se dio en llamar después “Agujeros de Gusano”; el Cielo estaba muy lejos del agujero negro donde había confinado al Infierno, en cuyo extremo se situaba el Purgatorio, necesitando una especie de autopista rápida interdimensional.
A Custodio ni le conocía y sus relaciones con Belcebú ya se habían roto hacía tiempo; sin embargo, ambos consideraron que sería civilizado mantener encuentros periódicos y mantenerse al tanto de los eventos más relevantes.
Dios había creado en la fase final de su periodo creativo el Sistema Automático de Admisión (SAA, o en inglés AAS, Automatic Admission System), para que las almas fueran dirigidas hacia el lugar al que debían ir sin necesidad de Su intervención, basándose en una normativa divina. El sistema empezó a funcionar desde los primeros tiempos de los hombres.
Con sus siete niveles,  gestionar el Cielo era complicado. Era un lujo; la “suite etérea” era el Séptimo Cielo. En el nivel inferior había instalado la portería de San Pedro, a quien encargó de la repartición entre los diferentes niveles a los que fueran llegando las almas, categorizándolas por méritos. Dios se había guardado para sí la gestión de los más elevados, al considerar que aquello debía estar bajo su responsabilidad directa.
San Pedro fue observando que el ratio de entradas al Cielo iba en disminución constante: dándose cuenta de ello, Dios le encargó mantener contactos fluidos con Custodio para el debido control de las transferencias del Purgatorio al Cielo. Los criterios de transferencia eran relativamente flexibles, pudiendo adaptarse al nivel de población que hubiese en cada territorio en un momento determinado, siempre y cuando no estuvieran en flagrante contradicción con la normativa del SAA. Las transferencias eran muy costosas, al precisar de vehículos especiales de diferentes tamaños, adaptados a circular por los agujeros de gusano.
                                          * * *


IV.         Del pecado y la corrupción
Dios reflexionaba con frecuencia sobre la Justicia imperante en su Reino y su eficacia. A lo mejor tenía que dedicar más ángeles, pero también tenía un grave problema de recursos; nadie se presentaba ya a las oposiciones a ángel.
La situación del Cielo era ya tan anodina que hasta San Pedro se quejaba de aburrimiento.
 A la vista de aquello, Dios decidió darse un garbeo de inspección por el Infierno. Belcebú le recibió amablemente, si bien con la misma clase de amabilidad que Rajoy cuando recibía a Pedro Sánchez: más falsa que Judas (quien por cierto se había hecho con una parcela preciosa en el Infierno a base de sobornar "a todo Dios" con sus doce monedas, que habían adquirido con el paso del tiempo un valor descomunal en el mercado de antigüedades).
Belcebú le propuso a Dios comprar terrenos del Cielo, pues él sufría de una superpoblación galopante y necesitaba expandirse.
—Creo que antes de tomar una decisión deberíamos verificar la situación actual en tu Infierno, así como la del Purgatorio de Custodio — le propuso Dios, cauto.
Belcebú asintió, pues hasta a él le parecía justo.
Dios y Belcebú descendieron juntos al Infierno, mejor dicho, a los Infiernos, pues Belcebú, que era un demonio y no era ningún pobre diablo, lo había parcelado con profusión en distintas regiones con parcelas separadas por cinturones de fuego.
—¿A qué se debe tal cantidad de parcelaciones? — inquirió Dios, sorprendido.
—Pues viene a ser por una cuestión de criterio y niveles, de forma similar a lo que has hecho tú, pero de forma mucho más diversificada y no necesariamente en vertical, como en tu caso para el Cielo — contestó Belcebú, falaz — El criterio es por razón de la gravedad del pecado; aunque he tratado de seguir tus reglas primigenias, no veas la cantidad de matices que hay, que han precisado de esta profusión de parcelaciones.
—¿Qué quieres decir con eso de las matizaciones?
—Es mejor que te ponga un ejemplo; tus Mandamientos, si no los cumple uno, está en pecado mortal y debe ir conmigo siguiendo la normativa en vigor del SAA, ¿no?
—Sí; sólo son diez, de forma que si no se cumple alguno, la cosa es grave — replicó Dios, que trataba de no quedar enredado en las artimañas de Belcebú.
—Eso te crees tú — Belcebú le miraba con sonrisa demoniaca — Vamos al ejemplo. Uno de ellos es “no mentir”, ¿verdad?
—Sí… — respondió Dios enarcando sus pobladas y blancas cejas.
—Pero se puede mentir por muchas razones y hay una de ellas que es la “mentira piadosa”, ¿no es verdad? Yo ya he tomado la iniciativa, tras contactar con Custodio, para que la gran mayoría de mentirosos piadosos vayan pasando con él al Purgatorio y, la verdad, no entiendo cómo es que no los acoges tú desde un principio en el Cielo al ser “piadosa”, por mucho que se trate de una variedad de mentira.
Dios se dijo que tenía que hablar seriamente con San Pedro a la primera oportunidad y pensó que sería conveniente salirse por la tangente.
—Lo pensaré, no te preocupes. ¿Tienes otro ejemplo?
—Pues mira, sí, y de lo mismo. ¿Sabes lo que es un “mentiroso compulsivo”?
—Sí; es uno que miente mucho, por lo que el pecado está aún más exacerbado, siendo además reincidente… — Dios se empezaba a sentir incómodo en aquella discusión, que el diablo aquél le estaba llevando por donde quería.
—Puede ser, pero ¿no se te ha ocurrido pensar que se podría tratar de un “enfermo”, al que hay que tratar y no castigar a las primeras de cambio? — planteó Belcebú, sarcástico.
Dios pensó con rapidez.
—Eso es discutible. Te voy a poner otro ejemplo: mira lo que está pasando ahora con los homosexuales y el lío en el que nos hemos metido — respondió Dios, dando vueltas a su blanca barba con los dedos — Hasta hace poco era una “enfermedad”, la gente la  llamaba “desviación nefanda”, se les tildaba de “invertidos” y eran toda una vergüenza; ahora se han convertido en un ejemplo a seguir. Cada vez están saliendo del armario más y más y su condición se ha llegado a convertir en algo imprescindible para ser admitidos en las nóminas de algunas cadenas televisivas.
Dios hizo una pausa para asegurarse de que su interlocutor le seguía en sus planteamientos.
—Yo he inventado el sexo con fines procreativos — prosiguió Dios con el gesto más serio — dotándole del placer como un regalo y promover así la reproducción de los seres humanos; el que lo usen personas del mismo sexo, es como poco, cuestionable, por mucho que estén en su derecho; se trataría entonces de “uso inadecuado” de mi regalo. Yo ya le he dicho al Papa que lo arregle, pues todo parece indicar que esto se nos ha ido de las manos…
Belcebú se había quedado mirando a Dios con las orejas y el rabo tiesos, pues intuía lo que estaba queriendo transmitirle. ¿Y si el mentiroso compulsivo era un caso similar al de los gays? Ya no podría clasificarlo como enfermo, igual que se había aceptado para los homosexuales, que ya nadie consideraba como tales. Decidió reflexionar sobre ello y pasar a otro ejemplo más categórico que el de la mentira.
—Vale, vale, lo pensaré; tu ejemplo no está mal — intervino Belcebú, con intenciones evidentes de pasar a otro tema, pues él ya había mandado al Cielo a bastantes gays a escondidas de Dios tras ablandar a San Pedro, constatando que había muchas buenas personas entre ellos y que su sitio debería ser ése; de paso, se libraba de la enorme cantidad de ocupantes homosexuales  en el Infierno, con los que no terminaba de congeniar por lo encantadores que solían ser, y eso le irritaba.
—Tengo otro ejemplo — prosiguió Belcebú, impertérrito — Volviendo a los Mandamientos, hay uno, el quinto, que nos implica mucho: no matar. Parece obvio que matar no está bien, pero no lo es tanto como parece. Históricamente, he tenido muchos problemas y con Custodio me he sentado en bastantes ocasiones para decidir una mayor flexibilidad en este asunto.
—¿Y eso por qué?
—Pues por las diversas razones que hay para matar, hombre — Belcebú estaba inspirado aquél día — No es igual hacerlo por el mero deseo de matar a alguien (ésos sí que están todos conmigo), que matar en una guerra al enemigo siendo un soldado. Otro caso igual: ¿Qué hago con los verdugos? Tengo más ejemplos: tus amigos los Papas promovieron las Cruzadas, prometiendo premiar al que matara infieles; no te extrañe ahora que los del Isis hagan lo mismo con sus terroristas asesinando a los que ellos llaman infieles; ya sabes, de aquellos barros, estos lodos. ¿Te acuerdas de los herejes? ¿Te acuerdas cómo se ajusticiaban? No veas la cantidad de herejes mártires que he mandado para arriba a San Pedro en aquellos tiempos, mientras que los espectadores que se refocilaban viendo aquello, iban de momento como medida preventiva al Purgatorio, por buenos que fueran. Otro ejemplo: los extremistas musulmanes deberían ir todos a mi Infierno de cabeza, y además les tengo reservada una extensa zona separada de los demás, con las torturas más crueles. Son gente sanguinaria, pero muchos de ellos vienen también engañados, dado que su propia normativa les induce a creer que irán a su Paraíso cuando maten infieles. ¿Qué culpa tienen entonces? Están engañados y eso es un indudable atenuante. Como ves, hasta en eso de matar hay muchos matices…
Dios se le quedó mirando, pues algo de razón tenía el diablo aquél.
—Después hay también aspectos de forma, que asimismo se me han producido por esa SAA tuya que adolece de falta de actualización — Belcebú se estaba creciendo ante el silencio divino — deberías ir pensando en un Comité de Sabios para modificar tu normativa y adaptarla a los tiempos, lo mismo que plantean los socialistas españoles ahora con eso de la Constitución. A lo mejor debes hasta formar un Tribunal Constitucional; total, en el Cielo tienes buena gente para eso; además, seguro que  estarán ya hasta las narices de tocar la lira. Podrías así dedicarles a algo más práctico y provechoso.
Dios se estaba empezando a irritar por la desvergüenza de aquél demonio de diablo.
—¿A qué viene eso ahora de defectos de forma? — inquirió Dios, frunciendo el ceño.
Belcebú sonrió, dando claras muestras de suficiencia.
—Pues mira, un ejemplo sin ir más lejos: tu noveno mandamiento reza “No desearás la mujer de tu prójimo”. No te puedes ni figurar la cantidad de gente que pasa directamente por mi puerta sólo por haber sentido deseos procaces hacia las mujeres de sus amigos y conocidos, sin haberles llegado a tocar ni la punta de la ropa. Podrías haber sido más explícito, con algo así como “No formarás coyunda con otras prójimas sin su consentimiento explícito”. De esta forma, reducirías mucho el volumen de castigados. También deberías de ir pensando en incluir “No te tirarás al hombre de tus prójimas”, pues no veas también la cantidad de señoras que están implicadas en lo mismo hoy en día, tanto o más que los hombres. Estos ajustes serían muy convenientes, y además hasta te podrías ahorrar el sexto… ¿no crees?
Dios se sentía incómodo ante aquella avalancha de críticas, que denotaban que Él no se había preocupado mucho en atajar este tipo de problemas, habiendo delegado en los papas y teólogos para ello, que con sus encíclicas hacían lo que podían, pero nunca llegaban a atajar, y mucho menos resolver, los  problemas de fondo.
—Creo que antes de continuar, deberíamos hacer una visita al Purgatorio y hablar con Custodio; así nos haremos una mejor idea de la magnitud del problema — planteó Dios con su inefable autoridad, que el diablo aceptó, sonriendo por lo bajo, ya que él llevaba ventaja al haber mantenido previamente frecuentes contactos con el portero del Purgatorio y Dios no.
Ambos se dirigieron hacia allá con paso rápido, pues no quedaba lejos; recuérdese que estaba en el Horizonte de Sucesos en un extremo del agujero negro del Infierno, a tiro de piedra, vamos.
Ya de lejos les divisó Custodio, quien al ver que venía Dios en persona, se alarmó y se acercó también a buen paso para recibir a sus ilustres visitantes.
—¡Hola! Soy Ángel Custodio — dijo éste mirando hacia Dios — Me alegro mucho de recibir tan inesperada y divina visita…
—Querrás decir que eres el ángel Custodio — comentó Dios.
—No, no; ese es el mismo error en el que cae todo el mundo. Yo soy Custodio de apellido y Ángel de nombre, y soy descendiente lejano de aquél otro antiguo ángel Custodio, pero no tengo nada que ver con él… A mí me nombró San Pedro.
Dios se dijo para sus adentros que debía ser cierto que no se ocupaba mucho de ponerse al día y conocer más a sus subordinados; se prometió a sí mismo que haría un infinito esfuerzo por mejorar esta faceta suya a partir de aquél momento.
—Bueno, vamos al grano — dijo Dios — ¿Cuál es la situación aquí?
—Horrenda o algo peor… — saltó Custodio, con un gesto tan resignado que sólo al verlo se le partía a uno el alma.
Dios y Belcebú se miraron sorprendidos, aunque a éste le salía una leve sonrisa y un poco de saliva por la comisura de sus labios.
—Explícate — exigió Dios.
Custodio ya no sabía a quién mirar, pero pensó que sería más conveniente dirigirse a Dios que a Belcebú, pues éste tenía más mala uva.
—Pues que ya hemos excedido el mil por cien de nuestra capacidad teórica, Señor Dios — explicó Custodio, tartamudeando levemente — He tenido que hacer desaparecer todo tipo de fronteras y vallas, de modo que ahora el Purgatorio es un recinto único, sin compartimentar. No hay suficientes baños, por lo que los que hay, muy pocos, son todos compartidos. Ya tan sólo este hecho es tan desagradable y causa tan mal olor, que hemos eliminado cualquier otro género de castigo o tortura leve entre las establecidas; viendo la progresión, dentro de poco llegaremos a que las diferencias con el Infierno ya serán hasta de segundo orden de magnitud.
Belcebú enarcó las cejas, por alusiones a su territorio.
—En mis parcelas rodeadas por fuego siguen instauradas una serie de torturas a las que no creo que te acerques tú ni de lejos — le advirtió el jefe de los demonios — Aparte de eso, he inventado unas nuevas torturas psicológicas, que han tenido mucho éxito entre mis diablillos, que disfrutan mucho con ellas y se lo pasan de miedo. Por ejemplo, utilizo la megafonía para poner a todo volumen canciones del estilo de “Borriquito como tú, que no sabes ni la “u”, que conllevan tales daños colaterales de frustración, que ni yo podía imaginármelo antes de experimentarlo. Es fantástico.
Dios hizo caso omiso al comentario del demonio.
—A ver, Don Angel Custodio, guíame por las calles principales del Purgatorio, para hacerme una idea — propuso Dios con un cierto retintín de sarcasmo.
—Yo no me hago responsable si le pasara algo, Señor Dios…
—¿Tan grave es?
—Me han llegado últimamente amenazas veladas hacia Su Persona — dijo tímidamente Custodio.
La sonrisa socarrona de Belcebú se hizo aún más grande, frotándose las manos sin que le vieran, pero prefirió no comentar nada.
Dios se dirigió hacia la entrada del Purgatorio, siguiendo a Custodio, que marchaba delante con una especie de abanico. “No hace tanto calor aquí como para eso”, se dijo Dios, al verlo.
Custodio sí se había modernizado y abrió las puertas del Purgatorio desde lejos con su mando a distancia. Los purgatorienses ya se habían enterado de la divina visita y se acercaban corriendo exaltados hacia ellos con pancartas, caceroladas y hasta con tomates maduros. Dios, que tenía buen olfato se olió dos cosas; una, el pestazo que salía de allí, con olores a meadas, sudorinas y algo peor, y también que iban a por Él. Ya empezaron a llover los primeros tomates, que Custodio paraba y devolvía con su abanico, pero a Dios le pilló desprotegido y más de uno le acertó en sus luengas y blancas barbas, tiñéndolas parcialmente de rojo para regocijo de Belcebú, que se lo estaba pasando de miedo, inmune a las tomatadas gracias a su propio color rojo.
En las pancartas había de todo, protestas y requerimientos de pasar al Cielo cuanto antes, pues aquellas condiciones higiénicas eran totalmente inaceptables para los sufridos purgatorienses.
Dios, muy en su papel, adoptó una postura digna pese al mal estado de Su ya bicolor barba, dirigiéndose a la ingente cantidad de desesperados que le circundaban y reclamando silencio. Todos quedaron a la expectativa.
—He venido a veros al no estar informado hasta hoy de vuestra triste situación — Dios se había elevado levitando ligeramente a un nivel superior, de forma que todos podían verle y escucharle bien — Ahora ya me he hecho cargo y os prometo que haré lo que pueda para mitigarla. (“Parezco un político”, se dijo Dios). Ya os podéis imaginar — prosiguió — que Yo no prometo en balde y mucho menos con mi Nombre en vano, así que podéis confiar en mí.
El gentío se calmó como por ensalmo, pues era Dios quien hablaba, se dijeron, y volvieron resignadamente a sus sitios compartidos; lo mejor que había por allí eran pisos enanos de una sola habitación y sin vistas, compartiéndolo varias familias.
Dios se enterneció por aquellas muestras de resignación y acatamiento y se prometió que haría algo por ellos. Viendo a Custodio, le entró cierta furia divina al divisarle, todavía con su abanico en la mano y mirándole con expresión estúpida.
—¡Custodio, ven aquí inmediatamente! — exclamó Dios levantando por primera vez la voz, muy enojado — ¿Cómo es que no he sido informado antes de este desastre?
Custodio se encogió aún más sobre sí mismo, farfullando una disculpa.
—He ido muchas veces a ver a San Pedro y hemos llegado a algunas conclusiones, pero no nos habíamos atrevido a hablar contigo hasta no comprender bien lo que estaba pasando — dijo Custodio, contrito.
—A ver, cuéntamelo a ver si me entero y puedo ayudar… —dijo Dios, ya más calmado.
—Aquí, el amigo Belcebú y yo creemos que es un fallo en las SAA, más que nada por la falta de actualización para amoldar la vieja normativa a los tiempos modernos; por ejemplo, el pecado no se considera ya de la misma forma que antaño. Otra razón es la globalización en la Tierra, y, si me apuras, todo eso de internet.
—¿No podrías ser más concreto?
—Lo intentaré, Señor Dios — dijo Custodio, ya más tranquilo al ver que la ira de su Señor había desaparecido — Verás: en los últimos años han ido apareciendo unos términos que no figuran en las SAA, por ejemplo, “corrupción”, “business”, “subvención ilícita” y otras muchas de este estilo, cuyo significado se nos escapa. Hemos intentado cruzar estos conceptos con nuestros habituales “pecado mortal, pecado grave o pecado leve” y establecer la debida correlación, pero no lo hemos logrado todavía.
Dios no estaba seguro de si estaba comprendiendo todo aquello, pero echando mano de su infinita sabiduría, ya estaba empezando a adivinarlo.
Custodio, a la vista de la expresión de Dios, se sintió aliviado, de forma que, con más ánimo, prosiguió con sus reflexiones.
—Hay un ejemplo que es casi auto-explicativo — dijo Custodio, más animado — todos tenemos una vaga  idea de lo que significa corrupción, que no tiene mucho que ver ya con el brazo incorrupto de Santa Teresa, pongo por caso. Se trata en el fondo de una falta grave contra uno de tus Mandamientos, el de “no robar”, pues al fin y al cabo se trata de eso. Habiendo examinado la gran cantidad de incorporaciones al Infierno y al Purgatorio en estos últimos años, hemos detectado que la inmensa mayoría son por esta causa, por la corrupción. Entre Belcebú y yo hicimos un esfuerzo de clasificación, pues en aquél momento empezó a llenarse el Infierno con inusitada rapidez, y aquí el amigo de los cuernos no estaba por la labor.
Belcebú, algo fuera de la discusión, al oír su nombre asintió, un poco despistado.
—Más tarde — prosiguió Custodio, ya lanzado — nos dimos cuenta que había un matiz diferenciador que no habíamos considerado y decidimos incorporarlo como anexo a las SAA; el tal matiz se refiere a que había que saber diferenciar entre la corrupción directa, metiendo la mano sin pudor alguno en las arcas públicas, es decir, el dinero de todos, cosa que llevaba al corrupto directamente al Infierno, y el otro matiz es el de la corrupción indirecta o “corruptela”, que es aquella de uso común en el mundo del “business”, a base de lograr subvenciones de los políticos y conseguir ventajas empresariales. Tengo que decir que los individuos que siguen éstas últimas prácticas ni siquiera piensan que sean corruptos ni que estén en pecado; por lo tanto, decidimos entre Belcebú y yo pasarlos directamente al Purgatorio. Si además eran buena gente, ya les cosimos una papeleta en la solapa, indicando “prioridad para acceder al Cielo”, de acuerdo incluso con San Pedro, que también está en el ajo. Si no lo hubiésemos hecho así, el Cielo hoy estaría seguramente aún mucho más vacío, con excepción de algunas –muy pocas– personas extraordinarias. Esto explica también la sobresaturación del Purgatorio, pues en el mundo actual del “business” ése, al final todo el mundo peca de lo mismo. No hay empresa que no emplee subterfugios de todo tipo para arrimar el ascua a su sardina, repartiendo favores, creando demandas, consiguiendo subvenciones, etc. La cosa está tan extendida, que yo diría que no queda nadie inocente y esta “corruptela” es ya la norma y no la excepción. 
Dios se quedó un buen rato reflexionando.
—Hombre, todo indica que con levantar la mano en las corruptelas y pasar a estos eventuales pecadores al nivel inferior del Cielo, al menos se resolvería el grave problema del Purgatorio de un plumazo, pero antes quiero hablar con San Pedro. No hace falta que me acompañéis; ya me encargo yo — terminó Dios.
Belcebú, que había estado muy callado, se sumó a la conversación.
—Hombre — intervino el cornudo demonio — si nos ponemos en ese plan y se desatascase el Purgatorio, yo tengo un montón de casos que podría pasar para allá, aunque yo preferiría que Dios me cediese o vendiese uno de sus niveles; son tan extensos, que sólo con uno ya me las apañaría.
—No — le cortó Dios en seco — vamos por orden. Primero hay que solucionar el Purgatorio. Ya sabréis de mí. Adiós y gracias por vuestro tiempo — estaba claro que tenía prisa y quería hablar cuanto antes con San Pedro.
Dios prefirió utilizar un agujero de gusano para llegar en el menor tiempo posible al Cielo. San Pedro estaba tranquilamente en la puerta fumándose un puro, regalo de Fidel Castro enviado por correo certificado desde el Infierno, tratando de sobornarle a ver si le dejaba pasar.
—Hombre, Pedro — le increpó Dios nada más verle en tal tesitura — ¿No te parece feo fumarte un puro de Fidel intentando comprar tus favores? Deberías haberlo rechazado…
San Pedro le miró con tristeza.
—Tienes razón, pero ¿a quién hago daño por fumármelo, excepto a mí mismo en todo caso?
Dios se lo quedó mirando, pues precisamente eso era uno de los “quids” del problema de las corruptelas, en las que más pecado había en el corrompido que en el corruptor. Prefirió callarse la respuesta y tener en cuenta este aspecto en lo sucesivo, pues el dar ejemplo a otros podría ser relevante.
—Olvida lo del puro, Pedro, pero estoy muy enojado contigo — dijo Dios — No me has informado de tus conversaciones con Custodio y hasta con Belcebú.
San Pedro casi se atraganta con el puro y empezó a toser hasta saltársele las lágrimas, lo que le dio tiempo para pensarse una respuesta.
—Estoy preparando un plan; quería enseñártelo cuando estuviera maduro — se disculpó San Pedro, entre toses — Podríamos utilizar todo el nivel inferior del Cielo para descargar al Purgatorio y además empezar a acondicionar el segundo nivel celestial para los que vayan redimiéndose más y mejor. Estoy preparando una propuesta, que quiero que después firmes, con los criterios a modificar en las SAA y que nos facilitarían mucho la vida. Podríamos hasta pensar en extender esta filosofía a los demás niveles de abajo a arriba, sucesivamente.
—Pero eso supondría ir mermando el terreno a nuestra buena gente, la que ya lleva casi una eternidad con nosotros… — planteó Dios dubitativo.
San Pedro le miró, sintiéndose otra vez azorado por lo que iba a proponer nada menos que a Dios.
—Oye, Señor, ¿sería para ti un grave problema crear más niveles en el Cielo, como medida de anticipación? Ya ves lo que está pasando por ahí abajo, tendremos que flexibilizar muchos criterios y podríamos hasta crear un espacio, quizás todo un nivel, para las ánimas del Purgatorio. Esto además lo podríamos hacer de forma sucesiva, nivel a nivel; tú siempre podrías crear uno nuevo, octavo Cielo, noveno Cielo, etc.
—La idea no es mala —contestó Dios — pero no estoy de acuerdo en convertir “pecados” en “no pecados” o pecadores en no pecadores con un simple chasquido de dedos, aunque sean los míos…
Tampoco hay que llegar a eso; nos moveríamos sobre las fronteras del pecado, que son líneas muy gruesas, más de lo que te figuras; podríamos jugar con ellas… — planteó San Pedro, esperanzado.
—¡Parece como si quisieras que el Cielo se nos llene de corruptos, Pedro! Tengo que decirte algo; no veo tanta diferencia entre la corrupción y las corruptelas, pues si las subvenciones que se manejen en las segundas provienen de los políticos, ¿de dónde crees que van a sacar el dinero? Pues del mismo sitio que los corruptos, del dinero público que se pagan con los impuestos de todos, y eso sigue siendo robar. Además, “los grupos organizados de corruptelistas”, vamos a llamarlos así para quitar hierro, terminarán usando cuentas opacas en paraísos fiscales, que, por cierto, no tienen nada que ver con el de mi invención.
Dios hizo una pausa para tomar aire.
—Para eso prefiero convertir parte de mi Cielo en una ampliación del Purgatorio y hasta vender parte a Belcebú, que es lo que quiere — prosiguió Dios, muy en su papel — Si el mundo se hace cada vez más corrupto, habrá que adaptarse a ello, pero en razón de la cantidad, no de la calidad. Me repugna entrar en negocios de “business” con Belcebú, por lo que creo que me inclinaré por la solución de adaptación directamente, es decir, transformar mi nivel inferior del Cielo en Purgatorio, y, si fuera necesario, podría hasta ceder algún rincón lejano para ser usado como Infierno, acondicionándolo adecuadamente; para eso no me importaría pedirle ayuda al mismísimo demonio.
Dios terminó su perorata y se quedó muy pensativo, dejando pasar un largo rato sin decir nada.
—¿Has tomado ya una decisión final, Señor? — preguntó San Pedro, rompiendo el silencio.
—No; esto hay que pensarlo con mucha calma — dijo Dios — Nos veremos la semana que viene en mi despacho para mantener una nueva reunión. Cuento contigo, Pedro, no vayas a fallarme como hiciste con mi Hijo…
San Pedro se puso colorado hasta la coronilla, pues ya había sufrido bastante por ese hecho del que siempre se había arrepentido y que tan mala fama le había dado; decidió ponerse dos dedos cruzados en la boca, besándolos.
—No te preocupes, Señor; “por éstas” que eso no volverá a suceder…— terminó San Pedro.

Tal parecía que el problema de la corrupción, cuyo origen primigenio se remontaba a los genes de Caín, no lo solucionaba ni Dios.
 Demos tiempo al tiempo, algún día se logrará, pero a condición de no intervenir ningún político; sus genes de Caín suelen estar más exacerbados que los del resto de los mortales.
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K. S., en el cálido verano de 2017.