La socorrista
por Kurt Schleicher
Agosto de 2017
Carlos se sentía algo acalorado, según colocaba su
toalla en el césped del parque de la piscina; en pleno mes de agosto aquello
parecía ser un mes de julio extremo.
Estaba listo para su cotidiana sesión
de natación. Desde que se había jubilado, había decidido hacer algo por su
salud, tan abandonada durante sus más de cuarenta años de actividad laboral, encebollado
con el trabajo. Ahora era diferente, ya tenía tiempo para muchas cosas, tampoco
todas las que querría hacer, pero se lo podía tomar con más calma. Así podía
dedicarse más a sus aficiones, en especial la fotografía.
No podía quejarse, pues gozaba
de buena salud; se había preocupado, sin embargo, cuando un buen día descubrió
que padecía unas extrañas arritmias (le decían que era debido al estrés de su
trabajo, pero él no se lo creía), por lo que el cardiólogo le recetó un medicamento
para controlarlas.
Había acometido la nueva etapa
de su vida con ganas; “mens sana in
corpore sano”, que él traducía libremente como “mente sana en cascarón
sano”. En consecuencia, natación y gimnasio, con buenos resultados. El
medicamento para las arritmias le habían bajado sin embargo las pulsaciones,
que a veces lo hacían tanto que llegaban a ser parecidas a las de los ciclistas
o deportistas de élite; mejor, pues así tenía más margen disponible para
realizar esfuerzos. “Efectos secundarios beneficiosos”, se dijo, pues el riesgo
de pasar de cien era bastante remoto, por mucho que se machacase en la cinta
del gimnasio.
Por las mañanas de los días
laborables a primera hora no solía haber nadie en la piscina y podía nadar
tranquilo su kilómetro a crowl, que
se había puesto como objetivo cotidiano en el verano.
Según se ponía las gafas de
nadar en un extremo de la piscina, observó que el socorrista ya no era el mismo
de todos los días. Desde lejos no lo veía bien, pero parecía más delgado y
moreno, si bien era cierto que con aquella camiseta holgada, pantalón corto
hasta las rodillas, gorra y gafas de sol era irreconocible. Al llegar nadando a
la otra orilla, se fijó mejor en el socorrista, que le miraba sonriente tras
sus gafas de espejo. En la pechera de la camiseta se podían entrever unos “sospechosos”
abultamientos; ¡era una chica!
—¡Hola! — saludó Carlos desde dentro
del agua — No te he visto antes de hoy…
—Claro — respondió la muchacha,
mostrando sus blancos dientes tras una amplia y franca sonrisa — vengo a hacer
la sustitución del socorrista habitual, ya que yo estoy normalmente en otra
piscina, por lo que aquí sólo vengo ocasionalmente…
“Qué pena”, pensó Carlos; no es
lo mismo “un” que “una” socorrista, se dijo. “Encima parece guapa, por lo poco
que puedo ver…”
—¿Te gusta eso de ser
socorrista? — preguntó Carlos por decir algo.
La chica tuvo el detalle de
quitarse las gafas para hablar con él, dejando ver unos ojos negros muy
bonitos, que le miraban con simpatía.
—Hombre, pues sí, aunque estar
aquí todo el día resulta al final muy aburrido, sin poder charlar con nadie; si
acaso, me divierto con los niños, que suelen bajar más tarde…
Carlos se dijo que por él no
iba a quedar, de forma que salió de la piscina, acercándose a ella; para nadar,
ya tendría tiempo. Cuando se quiso dar cuenta, había pasado una hora de charla
con aquella simpatiquísima criatura, que empezó a contarle su vida como si le
conociera desde hacía años. Saltaban de un tema al siguiente con facilidad, y
se lo estaba pasando de miedo. Ella le contó entre otras muchas cosas que
estaba estudiando para ser enfermera. “Es encantadora”, se dijo Carlos, para
sí.
Al darse cuenta que se estaba
quemando la espalda al estar allí de pie, decidió interrumpir la charleta y
dedicarse a sus nataciones, si bien cada vez que pasaba a su altura, ella, que
no le perdía ojo sentada en su silla –para eso era socorrista- le regalaba con
una de sus amplias sonrisas.
Pasaron varios días; cada vez
que iba por la piscina buscaba con la
mirada a ver si estaba ella, pero no; el que estaba allí sentado era el
socorrista “habitual”. Había que acercarse, pues el uniforme era tan “unisex” que de lejos era difícil
identificar si era el uno o la otra.
Por fin, al cabo de una semana,
¡bingo! Era ella. Estaban solos, pues hasta cerca del mediodía por allí no
bajaba ni Dios. Estupendo; charla al canto, se dijo.
—¿Te importa que me bañe en la
piscina? — preguntó ella muy en su papel de socorrista, pues se suponía que el
uniforme debía de dejárselo puesto para identificarse como tal — Con este calor
y aprovechando que no hay nadie, me doy un chapuzón; imagino que no tendrás
inconveniente…
A Carlos le pareció estupendo,
claro; así podría compaginar la natación, charlar allí mismo en el agua con
aquella simpática muchacha y estar a la vez al fresco. Además, en caso de darle
un vahido, estaría así “más cerca del/la socorrista” para sacarle de ahí,
aunque eso era poco probable que fuera a pasar.
Carlos la observó con
discreción según iba nadando. La socorrista dejó primero la gorra y las gafas
en la silla y después se quitó el polo y el pantalón del uniforme, dirigiéndose
con paso grácil a la ducha, embutida en el pequeño bikini que llevaba debajo.
Carlos tuvo que parar de nadar
en seco, ya con la boca abierta de par en par, según la observaba en la ducha;
¡Qué bárbaro! ¡Vaya transformación! De ninfa a mariposa… La socorrista sin el
uniforme ya no era socorrista; era una preciosa muchacha, alta, con tipazo de
modelo, sin un gramo de grasa, todo en su sitio… ¡de cine! Carlos se había
quedado absorto; además, era mucho más guapa así, sin la gorra y las gafas. “Es
impactante”, se dijo. “¡Qué criatura!”
Ella ya había salido de la
ducha y se había acercado andando por el borde de la piscina, tirándose al agua
desde la orilla y apareciendo delante de él tras bucear unos cuantos metros,
alisándose el pelo mojado en la cabeza y echándole una pícara sonrisa, pues
tenía que haberse dado cuenta de la impresión que le había causado. Carlos
decidió que para atenuar aquél efecto, sería mejor decir lo que sentía, siendo
sincero.
—Me parece que deberías
quitarte ese uniforme tan poco sexy con más frecuencia… Estás preciosa… — le
salió a Carlos del alma.
—Y tú guapo, muchas gracias —
le replicó ella con su risa cantarina, sin cortarse un pelo.
—¿Nunca se te ha hecho el
ahogado algún señor para que le des un beso de reanimación? Con ese tipo que
tienes, seguro que a más de uno se le habrá ocurrido… — continuó Carlos con la
broma.
—No, no se me ha dado el caso —
respondió ella, ya a carcajada limpia.
A partir de ahí, Carlos se
quedó de nuevo sin natación, pero bien compensado por la agradable compañía,
tan cercana. El tiempo fue pasando reclinados ambos en el borde de la piscina,
disfrutando de la frescura del agua y dándole a la sinhueso sin parar. Era increíble cómo se desgranaban los temas de
conversación con aquella personita, hilando unos con otros en simpática y
agradable conversación. Uniendo a esto que a veces no podía evitar que su
mirada la recorriese de arriba a abajo admirando su mojada y escurridiza
contextura, a la charla le acompañaba un magnífico complemento visual.
—¿Estás contenta con tu
trabajo? ¿Te pagan bien por ser socorrista? — preguntó Carlos, después de haber
profundizado en los aspectos de la vida de cada uno en la larga conversación.
—Pues no me pagan mucho, pero
al menos es trabajo; debo tener un sueldo para seguir estudiando, por mucho que
mis padres me ayuden — contestó ella — Ahora he pensado en suplementarlo
haciendo de modelo para una agencia. El problema es que me piden un “book” de ésos, yo nunca he posado y no
tengo tampoco dinero para pagar a un fotógrafo profesional — respondió ella con
gesto resignado.
Carlos pensó con rapidez; ¡él
podría hacer algo!
—Se me ocurre una idea — dijo
Carlos — No soy profesional ni un experto en retratos para un book, pero podríamos intentarlo. Otro
día que vengas, me traigo la cámara y te hago aquí mismo una sesión de fotos.
¿Te atreves?
La socorrista se le quedó
mirando con los ojos muy abiertos.
—¿De verdad que lo puedes
hacer? Sería estupendo… siempre que no haya nadie mirando, claro; si no, me
daría mucha vergüenza siendo la socorrista de la piscina.
—Por supuesto… y yo no te
cobraría nada, claro… — replicó Carlos con guasa.
Esta vez ella miró en su agenda
de trabajo y le adelantó mirando el calendario cuál sería el próximo día que
viniera y Carlos se lo apuntó para llevar su cámara de fotos.
El día resultó ser un domingo
por la mañana. No había nadie en la piscina; la gente estaría de excursión de
fin de semana.
—Bueno, ya te puedes ir
quitando la ropa — dijo Carlos, con la sensación de que esa frase sonaba un
poco “atrevida”.
Ella sonrió con timidez y
empezó a hacerlo. Esta vez llevaba un bikini aún más pequeño, de fondo negro con
algunas irisaciones de color. “Perfecto para las fotos”, se dijo Carlos.
“Ponte detrás del árbol, asoma
la cara, sonríe, mira para arriba, ahora mójate en la piscina, apóyate en la
orilla, no dejes de reír, saca tu lado pícaro, ponte así, de contraluz, ahora
con el flotador…” Carlos la fue guiando empleando el teleobjetivo, ideal para
primeros planos desde lejos y de cuerpo entero sin deformaciones.
Tras casi una hora de recorrer
la piscina y buscar motivos nuevos para las fotos, Carlos ya se dio por
satisfecho. Para no haber posado nunca, lo había hecho muy bien, sin dejar de
sonreír y casi siempre de forma natural; seguro que las fotos habían salido
buenas.
Carlos las preparó y se las
envió; ella ya le respondió que le habían gustado. Ahora sólo faltaba la
opinión de la agencia.
A finales de agosto, cuando
volvió, era su último día de socorrista en la piscina haciendo de reemplazo del
otro.
Cuando apareció Carlos, ella se
le acercó corriendo, muy ilusionada y exultante.
—¡¡Me han aceptado el book!! No sabes lo agradecida que te
estoy por haberlo hecho posible; me gustaría pagarte o compensarte de alguna
forma por el estupendo trabajo que has hecho…
Carlos también estaba orgulloso
por haber podido ayudarla; sólo por verla tan contenta y feliz, se sentía sobradamente
pagado. Instintivamente, sin pensarlo, se le ocurrió una posible forma de
“compensación” y contestar así a la pregunta que le había hecho.
—Pues como no sea que me des un
beso, no se me ocurre nada mejor… — dijo él, con guasa.
La socorrista miró primero para
un lado y después para el otro, cerciorándose de que no había nadie cerca de
allí; entonces, ni corta ni perezosa, se le acercó y le plantó un jugoso beso
en plena boca.
A Carlos, poco acostumbrado ya
a estas efusiones y menos por parte de una criatura tan bonita como aquella, le
sobrevino una arritmia de aúpa, sintiendo que le atravesaba el corazón algo así
como una corriente eléctrica. “Será el flechazo”, se dijo.
—¿Te vale así como compensación
o necesitas más? — dijo ella, separándose de él con sonrisa picarona.
—Uufff, que uno ya no está para
estos trotes — dijo Carlos, impresionado y sonriente — Desde luego, me has
dejado bien pagado, con propina y todo. Uno no es de piedra…
La socorrista se había quedado
enfrente de él, partiéndose de risa con la salida de Carlos.
Después de aquél día, ya no
vino más por la piscina, pues se habían terminado sus pocos turnos.
Carlos alguna vez recordaba
aquél efusivo beso y las agradables charlas entre natación y natación con “su”
socorrista, pero con el tiempo se le fue difuminando en la memoria. Sin
embargo, la sensación aquélla se le quedó muy grabada.
Agosto
de 2022
Carlos, con cinco años más, seguía
en buena forma entre el gimnasio y la natación. Durante los veranos como aquél siguió
yendo a la misma piscina para hacer sus largos; de vez en cuando recordaba a su
amiga la socorrista, pero ya no volvió a verla. Cada comienzo de temporada se
decía que quizás apareciera ella, pero no fue así.
Paseando un día por la calle,
se sintió con mucho sueño y muy débil; tuvo que sentarse en un banco a descansar y
tratar de reponerse. Se preocupó, pues recordaba vagamente que la noche
anterior no estaba muy seguro de si había tomado una o dos píldoras para corregir
su arritmia; seguramente había duplicado la dosis por despiste. La sensación de
sueño no se le quitaba de encima y poco a poco fue aún a más, tanto, que al
final no pudo evitar quedarse dormido sentado en el propio banco.
Se “medio-despertó” de golpe,
al cabo de un tiempo que para él ni había existido, dándose cuenta de que
estaba tumbado boca arriba en una camilla, rodeado de cables y enchufado a algo
que tenía una pantalla. Lo veía todo difuso; seguía sintiéndose muy débil y con ganas de
abandonarse al sueño y perder de nuevo la consciencia. Aquello debía ser un
hospital.
Entre brumas, podía oír unas
voces que debían de corresponder, por lo que hablaban, a un médico y a una
enfermera; no era capaz de fijar la mirada, viendo sólo bultos difuminados.
—Ha entrado aquí con unas
pulsaciones bajísimas, no más de veinte por minuto, doctor — decía una voz
femenina proveniente de un contorno blanco, por lo que debía ser la enfermera —
Parece ser una bradicardia muy severa; se le podría hasta parar el corazón en
cualquier momento a este ritmo. Habrá que hacer algo…
—La verdad es que es un caso
raro y extremo — respondió el que a todas luces era el médico — El problema con
este señor, que ya no es un deportista joven, es que podría ser grave si las
pulsaciones siguieran bajando, pues no se le oxigenará el cerebro debidamente; eso
pudiera llevar a consecuencias graves o incluso mortales, aunque lo normal es
que una bradicardia no desembocase en eso…
—Yo ya he pedido que traigan
una inyección de adrenalina, por si acaso; ¿qué le parece doctor?
—Bien, pero con reservas. En
este caso y con antecedentes de arritmias como indica su ficha, no conviene abusar
de la adrenalina; habría riesgo de un repentino subidón incontrolable. En el
peor de los casos y si se parase el corazón, siempre cabría el último recurso de
inyectar en él directamente la adrelanina, pero antes de eso habría que pensar
en algo alternativo y menos peligroso — opinó preocupado el que debía ser el
médico.
Carlos seguía aquella
conversación como si tuviera lugar muy lejos y con la sensación de que se
estaba alejando cada vez más de ella. Le parecía haber entrado en una especie
de túnel en el que se vislumbraba una luz al fondo, hacia la que sentía una
enorme atracción y avanzaba hacia ella. Tenía que hacer grandes esfuerzos para
no perder la consciencia del todo. ¿Sería ése el túnel que entreveían los
moribundos?
De repente, la voz femenina
subió de tono, exaltada.
—¡Mire, doctor! ¡Fíjese en la
pantalla! ¡Siguen bajando las pulsaciones, ya están a menos de diez! Como esto
siga así, se nos queda tieso aquí mismo… ¡A ver si viene ya la enfermera con la
dichosa inyección! Me estoy poniendo muy nerviosa…
—Ya viene la enfermera… ¡menos mal! — oyó que decía la voz del médico en la
lejanía.
Carlos escuchaba todo aquello
como si estuviera pasando a mil kilómetros de allí. Ya no oía nada; ¿Le habrían
puesto la inyección? ¿Estaría todavía vivo?, se preguntaba entre las brumas de
su consciencia, cada vez más apagada. La luz del fondo del túnel estaba ya más
cerca y sentía que era agradable acercarse a ella, de forma que, ¿para qué
luchar y oponerse? Mejor sería dejarse llevar…
De repente, en su boca sintió una
sensación lejanamente familiar; ¡aquello parecía ser un beso! Pero era un beso
suave, cálido y a la vez intenso, impeliendo aliento dentro de su boca y notando
la suave presión de unos labios, al tiempo que vibraban y le masajeaban los
suyos propios, como un aleteo etéreo acompañado de un reconfortante cosquilleo.
Al mismo tiempo, sentía un peso muy agradable y blando sobre su pecho estando
tumbado allí, en la camilla.
Aquél beso le provocó la sensación
de una corriente eléctrica que le resultaba vagamente conocida, como si se le
partiera el corazón. “Debe de ser otra vez un flechazo”, se dijo en medio de la
niebla que envolvía a su consciencia.
Por fin, notó que su “joven”
corazón se aceleraba, gracias a aquella corriente eléctrica o lo que fuese que
había sentido, impulsando de nuevo el ansiado oxígeno a su cerebro. La sensación
de avanzar por el túnel había desaparecido, siendo reemplazada por otra de
retroceso, con mayor velocidad que antes. Al mismo tiempo fue también saliendo
de entre las brumas de su consciencia y recobrando poco a poco la visión.
Notó cómo aquella agradable y misteriosa
boca se separaba con suavidad de la suya; una imagen empezó lentamente a tomar
forma ante sus ojos al separarse ambos rostros y entrar en su campo de visión. Empezó
por distinguir una sonrisa que le era familiar y después unos ojos negros que
le miraban alegres, con expresión de satisfacción al haber sido capaz de lograr
que reaccionase tan bien.
Era una enfermera, la que había
traído la inyección. Había sabido muy bien qué hacer en su caso, decidiendo con
rapidez volverle a la vida sin más inyecciones ni historias que con aquél
maravilloso beso. Entonces la reconoció.
Era su socorrista.
KS, agosto de 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario