El salto del ángel, por Kurt Schleicher
Siguiendo las recomendaciones de Vicente,
voy a contar una anécdota; es nada menos que de 1970. No soy de los que creen
que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, pero es indudable que entonces
estábamos todos en la flor de la vida con nuestros veintitrés añitos y nuestro
futuro lo teníamos por delante; ahora disfrutamos de los recuerdos. Esto me ha
quedado un poco cursi, pero no deja de ser verdad.
La
anécdota tiene que ver con el deporte y con las “proezas” que éramos capaces de
hacer en la plenitud de nuestras condiciones físicas por aquellos ya lejanos
años.
Tiempo antes, en la época del Ramiro, no
destaqué mucho en los deportes de competición, pues en el baloncesto mi
contribución no resultaba muy brillante; aprendí que había que dar con el balón
en un cuadradito para que después rebotase y diera la casualidad que entrara
después en la canasta. De ahí no pasé. Además, rodeado por estrellas como Vicente
Ramos y Pablo Bergia, aquello quedaba muy deslucido y lo dejé. En el fútbol sí
que jugué con frecuencia de “defensa escoba” tratando de amedrentar a los hábiles
delanteros como Aparicio, Alcalde, Peiro, etc. en cuanto osaban acercarse a la
portería; yo trataba de quitarles le pelota, cosa difícil, pues mi capacidad de
regate era nula. Mi táctica era asustarles poniéndome delante para que frenasen
su carrera y pillar entonces la pelota dándole un balonazo con todas mis
fuerzas con intención de mandarla a la otra portería y que algún delantero de
los nuestros tuviera ocasión de marcar gol. Hay que aclarar que yo jugaba con
los “suplentes” contra los “titulares”; no recuerdo si llegamos a ganar alguna
vez…
En los últimos años en el Ramiro y habiendo
cumplido los quince, encontré una salida en los aparatos del gimnasio, donde
podía competir conmigo mismo. Recuerdo que miraba con el rabillo del ojo y
cierta sana envidia la elegancia de Juan Antonio Rosas, capaz de volar a una
aparente baja velocidad y ejecutar los saltos de forma perfecta, sin
despeinarse. Mi forma de saltar era a base de potencia, más tosca que elegante,
pero al menos podía ponerme retos que poco a poco iba superando, a veces de
forma algo suicida. Por fortuna, detrás de los aparatos había una buena
colchoneta y mis trastazos nunca llegaron a tener graves consecuencias. Conseguí,
sin embargo, uno de mis retos: saltar el plinto a lo largo con todos los
cajones, sin manos y dando una voltereta en el aire, cayendo milagrosamente al
otro lado sin tocarlos, pues más de una vez había derrumbado aquella pila de
cajones conmigo en medio. Tras este “logro”, me sentía ufano y contento, pues
al menos podía contar algo destacable en lo deportivo; este recuerdo no se me
olvidó al pasar los años.
Después
de la época del Ramiro, me dediqué a jugar al frontón y al tenis, con éxito
mediano. En la universidad destaqué sorprendentemente en los cien metros lisos,
pero en carreras largas me cansaba pronto. Estaba claro que lo mío era la
“potencia explosiva”.
Todo esto me sirvió para que en el primer
verano (1969) de mi periodo de Milicia Aérea Universitaria (M.A.U.) en Villafría (Burgos), me
seleccionaran para competir defendiendo los colores de mi escuadrilla en
eventos deportivos. Logré alguna buena marca de nuevo en los cien metros lisos
y destaqué en lanzamiento de disco, pese a mi “tosquedad” en hacerlo, a estilo
pueblo, o sea, a piñón fijo; nunca aprendí a dar las consabidas vueltas, pero
al menos lanzaba granadas de mano más lejos que nadie cuando hacíamos
competiciones de patrullas. El capitán encargado de deportes estaba encantado
conmigo y pretendía que compitiese “en todo”; de ahí surgiría la anécdota que
voy a contar ahora.
Antes que nada, tengo que aclarar que yo
sabía nadar, no muy bien, eso sí, pues dada mi “densidad corporal”, era muy
consciente de no ser muy rápido y que no podría ganar nunca en una competición
de natación. Intenté convencer de ello al capitán, pero el hombre no quería
aceptarlo; tras una larga discusión, llegamos a un acuerdo intermedio:
participaría también en natación, pero en saltos de trampolín. “Al menos no
tendré que nadar”, me dije. Como no puse objeción a esta opción, el capitán debió
suponer que yo debía de ser un fuera de serie en saltos trampolinescos y yo me
guardé muy mucho de confesarle que no lo había hecho nunca antes. Para más
“INRI”, el hombre sacó sus galones y me requirió hacer varios saltos, por lo
menos el del ángel y un mortal con voltereta en el aire; me acordé entonces de
mis “heroicidades” con el plinto en el gimnasio del Ramiro y me dije que
aquello debía ser lo mismo, pero sin cajones y con agua.
Llegó el día de la competición. La verdad es
que no las tenía todas conmigo; no sabía si tenía más miedo a quedar mal o a
pegarme el gran trastazo. Hice de tripas corazón y me dispuse a ejecutar el
salto del ángel, que, repito, nunca había hecho hasta entonces. El trampolín
era de los de palanca de madera y tampoco estaba demasiado alto, por lo que me
dije que si me la daba, no sería muy grave. Me concentré; tomé carrerilla,
cerré los ojos, “hay que impulsarse bien”, “ahora debo estirarme y levantar los
brazos”, “ahora hay que encogerse y después volver a estirarme cabeza abajo y
entrar bien en el agua”… Milagro: me salió bordado. ¡No me lo podía creer!
—Tras este salto, creo que ya podemos
ganar; para asegurarlo, ahora debes hacer el salto mortal — me ordenó el
capitán, sin darme opción a protesta alguna.
También era cierto que me sentía
exultante, tras el éxito de mi primer salto y mis compañeros aplaudiendo. Me
dije que debía recordar lo del plinto y hacer lo mismo, pero ya habían pasado
unos cuantos años…
Volví a subirme al trampolín. Había
expectación entre mis compañeros. Me coloqué al principio de la tabla y tomé
carrerilla, llegué al final, pegué el bote pertinente, cerré los ojos, me
encogí sobre mí mismo como si fuese la voltereta sobre el plinto y… ¡lo hice! ¡Incluso
entré razonablemente bien en el agua!
Al salir de la piscina, el capitán vino
hacia mí aplaudiendo y casi me abrazó, más exultante todavía que yo.
—Y ahora tienes que hacer el doble mortal;
si también te sale bien, barreremos a los de la otra escuadrilla… — volvió a
“ordenar” el capitán, con esa fe ciega en mí que nunca llegué a comprender.
Yo le miré por el rabillo del ojo; ¡lo
decía en serio! Reflexioné velozmente; si había hecho el mortal, ¿por qué no
iba a ser capaz de ejecutar el doble mortal? “Pues igual que antes, pero más a lo bestia”,
me dije.
Vuelta a lo mismo; subir por la escalera
al trampolín y colocarme al principio de la tabla. “Ahora a correr con más velocidad
y después pegar el salto con todas mis fuerzas; debo subir más alto para tener
tiempo de dar dos vueltas en el aire”, me dije a mí mismo, tratando de
concentrarme en ello.
Así lo hice; cerré de nuevo los ojos, salí
corriendo a todo lo que daba de mí encima de la tabla, me impulsé con todas mis
fuerzas hacia arriba, a la vez que intentaba dar las vueltas que pudiera. Tan
concentrado estaba, que olvidé que tenía que “amerizar” correctamente con el
tren de aterrizaje fuera, es decir, poniendo las manos en “V” tras juntar los
brazos. Resultado: no completé la segunda vuelta, debí extender los brazos de
alguna forma y olvidé cubrirme la cara. Resultado: tras vuelta y media, lo que
salió de allí fue un maravilloso planchazo; me faltó altura para dar las dos
vueltas y el golpe fue espectacular al sumarse la velocidad de giro con la de
caída. Lo peor fue que gran parte de la energía del golpe se la llevó mi cara. Consecuencias:
un derrame ocular y unas maravillosas ojeras sanguinolentas, como si me hubiera
pegado con alguien dejándome ambos ojos morados. Lo gracioso del caso es que
mis compañeros me aplaudieron a rabiar, pero el capitán ya no tanto. Pese a la
pifia, ganamos…
Días más tarde, ya recuperado y con la
fama que había alcanzado, tuve que volver a saltar por la típica apuesta de fin
de curso, vestido y jaleado por mis compañeros; ésta es la única evidencia
gráfica que ha quedado de todo aquello. Ya puse las manos bien para taparme la
cara, claro, pero el planchazo me lo di intencionadamente, con gran regocijo de
mi “público”.
Planchazo en la piscina de la MAU, vestido.
Sin
embargo, ésta no es la anécdota que pretendo contar; ¡hay más!
Todo esto había sucedido a finales de
agosto de 1970, justo antes de la jura de bandera y de volver a Madrid como
flamante alférez de Complemento.
Un buen día de septiembre, así como a dos
semanas de regresar, fui con mis amigos de la “pandilla”, chicos y chicas, a la
piscina de la Ciudad Universitaria. Entre ellos creo que estaban algunos de
nuestra Promoción 64; si no recuerdo mal, Manuel Limones, Fernando Vega, Juan
Miguel Velázquez y quizás alguno más. Puede que recuerden esta anécdota, la que
viene ahora, si leen esto.
En la piscina por aquella época. Yo soy el segundo empezando por la izquierda haciendo de egipcio y Juan Miguel Velázquez de indio el primero por la derecha.
Sería un sábado o un domingo; en cualquier
caso, había mucha afluencia de gente en la piscina. Hace mucho tiempo que no
voy por allí y desconozco si se ha modificado; entonces había un trampolín fijo
muy alto y otro de palanca más cerca de la superficie de la piscina, pero
todavía a una altura considerable. He encontrado una fotografía antigua en
internet, en la que se ve la palanca fuera de su sitio, apoyada detrás.
Piscina de la Ciudad Universitaria, hacia 1970, con la palanca desmontada
Recordé el evento de los saltos de
trampolín en Burgos y lo comenté con mis amigos.
—Pues ahora tienes una fantástica ocasión
para demostrarnos tus habilidades — me dijo uno de ellos, retándome a hacerlo.
No había yo caído en la cuenta que, por
presumir ante las chicas, me veía comprometido a aceptar el reto; ya no podía
dar vuelta atrás.
Observé lo que pasaba cerca de allí;
estábamos todos sentados en las gradas que hay o había a un lado de la piscina,
justo delante de los trampolines. Yo ya había constatado que el trampolín de
palanca era más alto que el de Burgos, y en cuanto al otro, al fijo, sería una
locura intentarlo, pues a aquella altura y mi nula experiencia, podría dejarme
los ojos allí o hasta a reventarme si caía mal. Me decidí por el de palanca.
Al acercarme sin tenerlas todas conmigo,
observé que los que saltaban no lo hacían mal, por lo que debería conseguir al
menos un nivel similar. Por la misma razón, me dije, no era momento de hacer
experimentos, sino de asegurar el salto. Ejecutaría el salto del ángel, que tan
bien me salió entonces y era más fácil. Tuve que esperar un rato, pues había
varios delante de mí para subir. Miré hacia las gradas; estaban llenas de gente
y vi a mis amigos jaleándome cuando empecé a subir la escalerilla del
trampolín.
Lo
primero que se me ocurrió fue que aquella tabla podría ser más o menos elástica
que la de Burgos; decidí tantearla primero. Me acerqué despacio al borde y di
un par de saltitos para verificarlo. La verdad es que aquello daba auténtico
miedo. ¡Qué lejos estaba el agua! Según me daba la vuelta andando despacio
encima de la tabla, me di cuenta con un escalofrío que mis pruebecitas de
elasticidad habían generado mucha expectación entre el gran número de personas
sentadas en las gradas, que estaban guardando un silencio sepulcral para ver el
salto que daría aquél tipo, que era yo, aparentemente todo un experto.
Yo tenía unas ganas locas de bajar, pero
eso hubiera supuesto un ridículo espantoso. No había remedio. Me concentré;
tenía que tomar carrerilla, como siempre, pegar el brinco al final, levantar
los brazos, hacer como que volaba y finalmente girar sobre mí mismo para caer
verticalmente cabeza abajo en el agua. Fácil.
No
lo recuerdo bien, pero tras pegar el salto y estar en el aire, estiré los
brazos todo lo que pude como si fueran dos alas, a la vez que miraba al cielo.
¡Estaba volando! ¡Qué sensación! ¡Qué maravilla! Aquello era tan placentero que
debí prolongarlo más de lo debido y me olvidé de algo fundamental, lo de
encogerme sobre mí mismo. Y seguí volando, en efecto, pero ya sin fuerza de
sustentación y sin el empuje inicial; estaba tan sólo en manos de la fuerza de
la gravedad. Resultado: “americé” estirado como estaba, mirando todavía al
cielo con los brazos abiertos como si fuese un crucificado en horizontal. Con
mi peso ya cercano a los ochenta kilos en canal y mis hechuras, entré en un
rotundo contacto plano con el agua, que se abrió hacia los lados como cuando
Moisés pasó el mar Rojo, llegando a salpicar hasta a los que estaban sentados
en las gradas.
Salí del agua pensando en lo acertados que
estaban los que decían que la superficie del agua es como una tabla. Me miré el
pecho; estaba más colorado que un langostino cocido y me escocía la piel, pero
por lo menos, al mirar para arriba, no me había dañado la cara ni los ojos.
Según subía por la escalerilla, noté que el
sepulcral silencio había desaparecido, habiendo sido reemplazado por un ensordecedor
griterío y silbidos de todo tipo, a cual más cruel. Me pareció oír algo así
como “¡manta!”, “¡cafre!”…
“Hombre no es para tanto”, pensé, algo
mosqueado; “un mal salto lo tiene cualquiera…”
Me dirigí hacia donde estaban sentados mis
amigos, que se estaban partiendo de risa, mientras que las chicas se tapaban la
boca para que no las viera reírse también.
—No sé a qué viene tanto jolgorio — les
pregunté, extrañado por lo que me parecía una reacción desmesurada por parte de
todo el mundo — sí, me he pegado un buen planchazo, lo reconozco; ya lo
repetiré y lo haré mejor… — terminé diciendo, cada vez con más mosqueo.
A mis amigos ya se les saltaban las
lágrimas de pura risa; uno se levantó y se acercó a mí poniéndome su mano en mi
hombro, conteniendo a duras penas una carcajada.
—¡Pero hombre! ¡A quién se le ocurre hacer
“eso” en medio de los entrenamientos del equipo olímpico español de saltos de
trampolín!
Ahora todo tenía una explicación; ¡me había
colado entre nuestros olímpicos y les había hecho quedar en ridículo! ¡Qué
vergüenza!
KS,
noviembre de 2017.