El torito resabiao
Por Kurt Schleicher
Siento que no me queda mucho tiempo para hacer mutis por el foro de este
mundo; será que ha llegado mi hora. Es inevitable, pero estoy contento. He
vivido mucho, más que mis compañeros, y poco o nada me queda ya por hacer.
Corrijo; sí, sí que me queda algo: contar mi historia. Es ésta.
Soy huérfano, al fallecer mis padres al poco tiempo de nacer yo. Me crié
en un lugar paradisíaco, con muchas encinas y aire puro. El tío Mauricio –así
se le conocía– cuidó de mí, pues se compadeció
al verme tan triste y solitario. La verdad es que crecí con él y juntos
nos hacíamos mutua compañía, pues él enviudó pronto y se quedó solo todavía en
plenitud de su madurez.
Entre él y yo surgió un cariño muy especial; yo le entendía muy bien y
él a mí, pese a ser tan distintos y hablar idiomas diferentes. Me enseñó muchas
cosas de su larga experiencia, lo que me colocó con cierta ventaja frente a mis
pocos amigos, que no mostraron el menor interés por saber lo que yo estaba aprendiendo.
El tío Mauricio había vivido siempre en el campo; su padre y el padre de
su padre se dedicaron a lo mismo, a criar reses bravas; su finca era la envidia
de los ganaderos en las cercanías.
Por las tardes, cuando no nos veía nadie, nos sentábamos juntos frente a
su casa, en el jardín, y nos dedicábamos a charlar; más que charla, lo que él
quería era aleccionarme y prevenirme para protegerme de lo que probablemente
acontecería en mi vida cuando fuese mayor. Es normal; todos los padres y más si
no hay más familia, harían lo mismo.
— Bueno hijo mío, ¿qué te gustaría
hacer de mayor? — me preguntó un buen día en una de esas tardes.
— Pues yo estoy contento como estamos
ahora; me gustaría seguir así, pues no ambiciono otra cosa… — respondí poniendo
cara de despistado, pues no sabía a qué venía aquella pregunta. — ¿Es que el
mundo va a cambiar? — le pregunté.
El tío Mauricio se me quedó mirando
con una mezcla de duda y pena, como si tuviera problemas para contestarme.
—Tal como lo veo, no tienes muchas
alternativas. Puedes seguir como estás, disfrutando de la buena vida, pero por
ser quien eres debes comenzar a recibir una preparación adecuada. A partir de
ahí, puede pasar una de tres cosas: una es que, relativamente pronto, antes de
que cumplas cinco años, tu corta vida termine discretamente y que sirvas de
alimento a otros. Otra es que te toque la lotería y te elijan para dar vida a
otros como tú y morir de viejo, pero eso es muy difícil y muy poco probable. Por
último — finalizó el tío Mauricio, con la voz quebrada por la emoción — tienes
una posibilidad reservada a los que son de tu ralea y es morir luchando, lo que
supone, claro está, mucho sacrificio y sólo un poco de gloria.
Yo abrí los ojos como platos. ¡Pues
vaya un futuro!
—¿Qué tengo que hacer para que me
toque esa lotería?
—Pues ya te lo he dicho: prepararte
debidamente y mostrar tus mejores cualidades; yo te prepararé, con ayuda de mi
gente, pero no confíes en ello. Prefiero ocuparme de ti personalmente y que
logres tu objetivo sin necesidad de loterías, pero por la tercera vía. Veo que
tienes en apariencia una excelente disposición genética, que en tu caso se
llama “trapío”, que me encargaré de desarrollar para tu propia conveniencia,
pero debes ser obediente y seguir todas mis instrucciones al pie de la letra;
si eres listo, las aprovecharás.
Tras esta decisiva conversación sobre
mi futuro, me quedé rumiando una respuesta apropiada; ya había dejado atrás mi
época de añojo y estaba saliendo de ser un eral adolescente para convertirme en
un utrero con muy buena pinta, perdón, con gran trapío.
El tío Mauricio me había bautizado
con un nombre muy peculiar: Cassius.
Cuando le pregunté a qué venía ese nombre, me contó no sé qué de un boxeador,
pero la verdad es que no entendí nada. Me dijo que ya lo comprendería cuando
fuera algo más mayor y con eso me tuve que conformar. Mi piel era completamente
negra, “negro zaíno” me contaron que se decía y tenía marcado el número 80 en
el lomo. Según los chinos, era el número de la suerte.
Pocos días más tarde de aquella
conversación, me vino a buscar.
—Bueno, Cassius, vamos a comenzar hoy
a prepararte. Empezaremos con la tienta.
Yo debí poner cara de bobo, pues lo
de la “tienta” no me decía nada. Ya sabía lo que era “tentador”, o sea, comida,
vaquillas guapas y cosas así, pero me daba la sensación que los tiros no iban
por ahí. Decidí callar y no preguntar.
Varios caballistas nos recibieron
tanto a mí como a mis compañeros; me extrañaba verles con unas varas muy largas
de madera, que no sabía para lo que podían servir. No tuve que esperar mucho
para averiguarlo, pues uno de ellos vino hacia mí dándome con el palo aquél de
tal modo que casi pierdo el equilibrio. No me hizo gracia; busqué con la mirada
al tío Mauricio para que me ayudase, pero no estaba allí. Estando así,
despistado, el garrochista (que así se
llamaban esos lanceros según supe más tarde) me largó otro empellón y me tiró
al suelo. ¡Eso ya no era un juego! Entonces me cabreé; me levanté de un salto y
fui a por él. El tío quería más guerra y avanzó hacia mí a caballo con la
garrocha por delante, pero esta vez no me pilló desprevenido; le enganché el
palo entre mis dos cuernos y haciendo una finta se lo arrebaté de las manos,
dejándole desarmado. El garrochista, al ver que iba hacia él con malas
intenciones, salió a uña de caballo haciendo varias fintas; el caballito aquél
era más ágil y veloz que yo, escapándose de mis embestidas. Tras seguirle un
buen rato, comencé a fatigarme y lo dejé estar; poco a poco se me fue pasando
el enfado.
Cuando me tropecé con el tío
Mauricio, le quise decir que a eso de la tienta no le veía la gracia, pero me
esquivó; sin embargo, me pareció ver por el rabillo del ojo que sonreía
socarronamente antes de desaparecer con los garrochistas aquellos.
Al día siguiente, vuelta a lo mismo.
Esta vez no fui capaz de enganchar la garrocha, pero logré girar sobre mí mismo
con rapidez y con la cabeza gacha le di un buen testarazo –nunca mejor dicho–
al caballo en los cuartos traseros. El pobre animal se llevó un leve rasponazo
y poco faltó para que ambos, caballo y caballero, se fueran al suelo.
—¡Que no se diga que no podéis con mi
Cassius! — oí que decía el tío Mauricio a los garrochistas en tono de sorna.
Estos lo intentaron más veces, pero
como el juego ya no me divertía, los esquivé.
Esa noche vino a verme mi padre
adoptivo.
—Hola, hijo mío, has estado muy bien…
— me espetó — pero no me ha gustado que luego te dejaras intimidar y no les
atacaras. Ellos están haciendo lo que les mando, acoso y derribo.
—No me han intimidado — contesté — es
que no soy gilipollas y me he cansado de ese juego estúpido.
El tío Mauricio me miró y sonrió
levemente.
—Veo que eres listo y eso me gusta,
pero quiero que sigas el juego. Si lo piensas despacio, te puedes divertir y de
paso te vas entrenando. Quiero que corras hasta que te canses; ya verás que día
a día terminarás estando cada vez menos cansado. A ver qué se te ocurre — me
dijo, dejándome rumiando sobre lo que quería decir.
Los garrochistas no me caían muy
simpáticos, así que decidí no ponérselo fácil y pocas veces eran capaces de
acertarme y derribarme; en lugar de esperar a que fueran a por mí, les atacaba
yo primero sin dejarles tiempo a prepararse, con lo que la mayoría de las veces
salían huyendo. Y el tío Mauricio riéndose a carcajadas. Así fueron pasando los
días en la dehesa.
—Mañana vamos a cambiar de escenario,
Cassius; vamos a la plaza de la finca. Ahí ya no vas a poder usar tus tretas,
pues tendrás menos espacio — me dijo.
En efecto, me llevé una sorpresa al
entrar a la plaza; allí me estaba esperando un garrochista sobre un caballo
protegido con una lona gruesa en los bajos (luego me enteré que se llamaba
“peto”).
—¡A por él, Cassius! — me gritó mi
padrino desde el burladero
“Ahora verá”, me dije tomando
carrerilla.
Esta vez fui yo el sorprendido, pues
al embestir contra el peto, el tipo me clavó la punta de la garrocha en el lomo
y me hizo daño, pero no pudo evitar que le diera un buen testarazo al caballo.
Aquello me enfureció, por lo que, tras dar una vuelta a la plaza, arranqué
desde lejos tomando más impulso todavía, pero esta vez, cuando intentaba darme
con la punta, hice una pequeña finta que no se esperaba, me rozó por todo el
costado sin hacerme daño y yo le di al caballo con todas mis fuerzas, tirando a
los dos al suelo. En medio de mi furia, me dieron ganas de ir a por el
garrochista, pero me miró con tal cara de susto, que me apiadé de él.
—¡Vaya bicho! — oí que le decía el
caballista al tío Mauricio según se levantaba.
—Sí, es un luchador; a mí me gustaría
usarle como semental.
—Para eso es demasiado pronto, ¿no te
parece?
—Tienes razón; aparte de todo, es muy
listo — el tío Mauricio se frotó el mentón con las manos — tengo una idea; si
me sale bien, a lo mejor consigo dos objetivos a la vez.
Ya no fue más explícito y el
garrochista se desentendió de él.
Esa misma tarde me reuní con mi padre
adoptivo –llamémosle padrino– en nuestros encuentros “secretos” en el jardín.
—Mañana vamos a empezar con otra fase
de entrenamiento para desarrollar tus habilidades. Veo que tu musculatura está
evolucionando de forma muy rápida, como si ya fueras un cuatreño, pero con la
agilidad de un eral. Es el momento de optimizar la fuerza con la agilidad y la
rapidez. Si además vas adquiriendo más aguante, vas a ser el mejor.
Aquello sonaba bien, me dije. En
efecto, desde el día siguiente, el propio tío Mauricio con un garrochista de su
confianza se “ocupaban” de mí. La verdad es que no me dejaban en paz y en
muchas ocasiones me enfurecía y no lograba controlar mi rabia cuando en alguna
ocasión me derribaban, pero poco a poco fui capaz de tragarme esa furia o al
menos gestionarla sin perder la calma.
—Es bravo el tío, ¿eh? — comentó más
que preguntó el garrochista.
El tío Mauricio asintió, orgulloso.
—Mañana vamos a la plaza, a seguir
formándole.
—Pero no debes dejar que le toreen;
ya sabes que está prohibido — objetó el garrochista — luego podrían objetar que
está resabiao.
El tío Mauricio sonrió.
—Ya lo sé, ya; no te preocupes. Tengo
otras intenciones y no entra en ellas en modo alguno que tenga que ir a por el
torero. “Resabiao” viene de “sabio” y lo que intento es protegerle y evitar que
en medida de lo posible le hagan daño…
—Pues ya me dirás cómo te las vas a
arreglar para que no sufra en una lidia…
Mauricio le puso una mano en el
hombro a su empleado.
—Deberías saber que los animales en
general no sufren como lo hacemos nosotros, pues carecen de imaginación, y
menos aún los toros de lidia. Por supuesto, en una corrida conocerán lo que es
el dolor, pues les harán daño; sin embargo, estos animales lo que hacen
entonces es enrabietarse y luchar con más determinación y furia que antes.
Tenemos la manía los humanos de calibrar los sentimientos de otros a través de
los nuestros, cosa que se aproxima más en el caso de animales domésticos, que
ya “comparten” su vida con nosotros. Pero las fieras son otra cosa…
El garrochista se quedó sorprendido
tras esta explicación, que nunca antes se le había ocurrido, pero no se quedó
muy convencido. Al final se encogió de hombros.
—Tú sabrás, que eres el patrón…
—Hay expertos que saben más que yo de
todo eso — terminó Mauricio — mira los domadores, los buenos, claro, o cómo
actúan los entrenadores de perros…
El garrochista se fue, reflexionando
sobre estos argumentos. “No es lo mismo”, se dijo, pero prefirió no debatir más
sobre el tema.
Al día siguiente se encontraron todos
de nuevo en la plaza de la finca. El tío Mauricio se acercó a su ahijado y le
habló al oído.
—Escucha con atención, Cassius. Ya
estás en un nivel de forma aceptable y eres muy ágil, así que podrás hacer maniobras
que a otros no les sería tan fácil ejecutar. También has adquirido una fuerza
poco común para tu peso, que ya me encargaré yo de que vaya siendo más de músculo.
Con eso y tu inteligencia para adaptarte a diversas situaciones, te evitaré
sinsabores. Tienes que aprender a controlar tu furia, no a perderla. Hoy sobre
el caballo vas a tener enfrente a un picador profesional, aunque por supuesto
la garrocha no es ninguna puya. Todo el mundo quiere ver cómo embistes y no es
necesario que te frene el ímpetu con la vara. Tú sabrás lo que haces; ¡hala, a
por él!
Ya intuía yo por dónde iba mi
padrino; evitar el puyazo. Ya me había dicho que en las corridas de verdad eso
se hace para debilitar al toro, y no queríamos eso.
Me dispuse a atacar. Desde el otro
lado de la plaza, lancé un bufido y escarbé instintivamente con las patas
delanteras, mirando hacia mi objetivo y lanzándome de repente contra él. Me di
cuenta que al dejar tanto recorrido, al picador le daba tiempo a prepararse,
por lo que ya había perdido el efecto sorpresa. Aún así no frené, pero me
permití una leve finta a última hora y cargué sobre la delantera del caballo,
tratando de no perder impulso. Resultado: que el picador, hábil él, logró
recolocar la vara a tiempo, pero alcanzando tan sólo mis partes traseras y haciéndome
girar, pero ya sin hacerme daño y sin conseguir impedir que llegase con fuerza
al caballo, al que levanté de patas haciendo que se fuera al suelo. Yo tampoco
pude recobrar el equilibrio tras el esfuerzo y el “ángulo de ataque” al que me
había forzado, así que también me fui al suelo dando una media voltereta, pero
poniéndome en pie rápidamente. Fui por detrás de caballo y caballero, ambos
todavía en el suelo, con gesto
amenazador y dando otro bufido de manera que el picador se puso pálido de miedo,
creyendo llegada su última hora; no pude evitar sonreír para mis adentros.
Los pocos espectadores me
ovacionaban, silbando a picador y caballo.
Mi padrino me recibió contento, pero
me dijo que lo podría hacer mejor.
—Tienes que practicar más el “efecto
sorpresa”, con arrancadas más cortas, pero con mucho impulso y evitar a la vez
que te toque con la vara, ¿entendido?
Asentí, naturalmente, pues ya me
había dado cuenta.
De esta forma, continué con mis
entrenamientos, desarrollando mis músculos y practicando mis piruetas.
Un día no pude evitar hacerle a mi
padrino la pregunta que ya llevaba tiempo rumiando.
—No acabo de entender a qué viene
tanto entrenamiento, si lo que yo quiero es llevar una vida tranquila y cubrir
alguna que otra vez a unas cuantas vaquillas a las que he echado el ojo. Ya he
demostrado de lo que soy capaz y me han visto, aunque ocultando en parte mis
habilidades, según me has dicho…
El tío Mauricio me miró con lástima.
—Verás, hijo mío; ya te han echado el
ojo algunos empresarios a los que les ha gustado tu trapío y tu bravura y no
quieren que te dedique a semental. Incluso me han hecho chantaje; no olvides
que yo vivo de esos contratos al tener una ganadería brava y dependo de ellos.
Te he estado preparando “por si acaso” y creo haber conseguido que seas capaz
de defenderte bien en una corrida con el menor daño posible, pero sin poder practicar lo que se llama el
toreo a pie, pues en tal caso te mandarían de inmediato al matadero. En
consecuencia, tienes que ganarte el respeto de la concurrencia en la plaza,
incluso de los toreros, dejándoles que hagan “una buena faena”, como ellos
dicen. ¡No se te ocurra cornear a ninguno! En resumen, pretendo que te
indulten, y entonces ya habrás conseguido lo que quieres, la buena vida. Pero
yo quiero más, y es que no te hagan daño o el menor posible; luego te curaríamos
y santas pascuas.
Yo le miré con el rabillo del ojo.
—¿Estás seguro de que no me harán
daño? No me fío… — dije.
—Para eso te he estado entrenando,
pero tampoco te puedo garantizar nada. Cuando llegue la hora, estará más en tus
manos que en las mías; el riesgo desde luego está ahí, pues ten en cuenta que
el 99% de los toros salen de la plaza al final de la corrida con las patas por
delante…
Me estremecí. No sé por qué me daba
la impresión que me estaba ocultando algo…
Una tarde, durante nuestras charlas
vespertinas, me dio la noticia.
—El domingo que viene debutas.
Ya me lo esperaba, así que me quedé
frío.
—Te voy a repasar cómo se organiza
una corrida, Cassius. Presta atención. Consta de tres tercios; en el primero,
el torero te va a recibir con el capote; síguele la corriente y embiste. Cuando
menos te lo pienses, te va a ir llevando hábilmente hacia el caballo del peto;
ya sabes lo que tienes que hacer. La vara tiene una hoja de 8 centímetros, ya
no es como la garrocha; no dejes que te toque. Después viene el tercio de
banderillas…
—¿Eso qué es?
—Nada; no te preocupes. Te van a
clavar unos palitos en el lomo. No es grave; luego te curamos…
Volví a mirar a mi padrino con el
rabillo del ojo. ¡Nunca me había dicho que me fueran a pinchar! Opté por no
preguntar más.
—Después le toca el turno al
“matador” y éste te torearía con la muleta; como ya te he dicho, síguele la
corriente y que esté contento. No te va a hacer nada; es como un baile. Para
que él se luzca, tienes que lucirte tú. No dejes de embestir; te tienes que
meter en el bolsillo a todos, al torero, al respetable y a la presidencia…
¡Ojo! Atento a que no te deje solo y se vaya a la barrera a por una espada de
verdad y vuelva con ella; eso sería muy mala señal, pues el último tercio es el de muerte. Le decisión
del indulto se podría retrasar, así que, si sucediera eso, ya no le sigas la
corriente y deja de colaborar con él. Eso sí, sigue embistiendo, no te pares,
al menos hasta que veas pañuelos reclamando el indulto. Trataré de avisarte, de
todas formas.
Cuando me quedé solo, me dije que
aquello cada vez me hacía menos gracia; ¡me estaba jugando la vida! Y encima me
dice el tío que el indulto sólo se concede en un 1% de los casos, si mi escaso
nivel de matemáticas no falla. Mucho riesgo… ¿No se podría cambiar el triste
destino de los toros de lidia? Si nosotros no queremos guerra; es el ser humano
el que disfruta con eso, no nosotros, unos pobres rumiantes…
Llegó así el gran día de la corrida.
Yo no podía ver nada, pues estaba encajonado
y acoj…, por supuesto, pero sí que podía oír. Aquello no era como en la pequeña
plaza de toros de la finca del tío Mauricio; había un “run run” y un vocerío de
fondo que no presagiaba nada bueno. ¿Querrían sangre, MI sangre? A lo mejor más
de uno, guiado por la morbosidad, quería ver sangre de los toreros, pensé; entonces,
quizás no fuera tan malo que le empitonase a alguno. No; me lo quité de la
cabeza. Yo era el bueno y no el malo de la película. Era la víctima, no el
verdugo. Pero la idea no se me fue del todo de la mente; si el respetable lo
que quería era tremendismo, quizás yo pudiera contribuir llevándome a más de un
torerillo por delante; ¡a lo mejor hasta me indultaban con más facilidad y el
tío Mauricio no estaba en lo cierto! Eso de fingir complacencia ronroneando al
“matador”, que encima se llamaba así, quizás fuera una táctica equivocada.
Así estuve rumiando un buen rato a
oscuras, hasta que se hizo un poco de luz, pudiendo reconocer el entorno donde
estaba, constatando que me rodeaban varios congéneres, con la misma cara de
tonto que la mía.
De repente, cuando estaba de lo más
desprevenido, noté en mi lomo un doloroso pinchazo. ¡Nadie me había dicho nada
de eso! Me indigné y empecé a maldecir. Por el rabillo del ojo vi más arriba a
un gamberro con gorra, que todavía estaba retirando la vara y mirándome con
sorna. “¡Ya verás cuando te pille, cabronazo!”, me dije, y me enfurecí todavía
más al ver que estaba fuera de mi alcance.
En ése momento entró un raudal de luz
al abrirse un portalón deslumbrándome; pude ver a otro tipo con gorra que
palmeaba la puerta, pero bien escondido detrás de ella, lejos de mi alcance.
Según me fui acostumbrando a la luz, reconocí la plaza de toros, igual que la
otra, pero mucho más grande, con varios tipos vestidos de lucecitas llevando un
gran capote. “¿Serán primos del torero?”, me pregunté. La verdad es que nunca
había visto antes a uno, pero el instinto y mi furia me decían que ése era el
enemigo. “¡A por ellos!”, me dije, olvidándome de todas las advertencias que
había recibido y saliendo como una exhalación. Los pobres incautos no habían
contado con mi velocidad y decidieron salir por piernas, llegando por los pelos
a un sitio curioso que llamaban “burladero” y desapareciendo como por arte de
magia delante de mi hocico. Me volví con rapidez contra el siguiente “lucero”
más cercano y le pegué un buen testarazo, mandándole por encima del burladero
aquél. Me volví buscando a otro, pero ya me encontré con la plaza vacía.
¡La gente rugía! Hasta me empecé a
sentir orgulloso…
Durante aquél momento de
tranquilidad, me dediqué a trotar ágilmente dando una vuelta por la plaza,
observando los graderíos. Había mucha gente produciendo extraños y molestos
ruidos, silbidos y voces.
Por el rabillo del ojo vislumbré a
otro torero de aquellos de las lucecitas y un gran capote que se dirigía con
cautela hacia mí, citándome y moviendo el trapo aquél. En ese momento recordé
las recomendaciones de mi padrino: que embistiera al capote y le siguiera el
juego. “Está bien”, suspiré y pensé para mí “hagamos un poco el paripé”.
Embestí con la cabeza baja siguiendo
al capote aquél y arrimándome al torero según intuía sus intenciones. Así, venga
vueltas y más vueltas, pasando por debajo del trapo y parándome cuando el
hombre quería lucirse alejándose de mí con chulería. De repente escuché una
música de fondo y observé que el torero me estaba guiando sutilmente en
dirección al caballo sobre el que estaba montado un picador, figura que
reconocí. Recordé las advertencias: ¡que no te pique con esa vara, que era otra
bien distinta!
El picador ya estaba levantando la
puya dando por hecho que iría a por el caballo, pero hice otra cosa; me separé de
ellos con un trote elegante mirando a los tendidos y súbitamente giré sobre mí
mismo arrancándome de golpe sobre el caballo. El picador no se lo esperaba y
tardó un poco en reaccionar, de modo que hice una de aquellas fintas que tantas
veces había ensayado y entré al caballo por delante, levantándole por las patas
delanteras y tirando a ambos, caballo y picador al suelo, sin que me hubiera
tocado la puya aquella. Después me di una vueltecita al trote como quien no ha
roto un plato. Al picador se le veía muy enfadado. Noté que algunos subalternos
me incitaban a volver a embestir al caballo, pues yo me había ido ya algo
lejos. Arranqué otra vez de golpe, procurando darme impulso; observé que el
picador colocaba la puya más hacia el frente dada la experiencia pasada, de
forma que, sin perder impulso, finté de nuevo pero ahora hacia la trasera del
caballo, sin dejar tampoco tiempo a que el picador redirigiera la puya hacia
mí. La misma historia que antes, pero ahora levanté el caballo por detrás,
haciendo que jinete y puya se vencieran hacia adelante, dándose el hombre un
monumental golpe de cara contra el suelo. El caballo también perdió el
equilibrio, con la mala fortuna para el picador que le cayó encima. Se oyó un
grito ahogado en los graderíos, pues el picador se había quedado inmóvil bajo
el caballo. Resultado: el picador a la enfermería tras sufrir algún
aplastamiento. Yo me volví a dar otro paseíto chulesco por la plaza a trote
ligero, haciendo de vez en cuando un amago de embestir.
Alguien debió llamar al otro picador,
que se preparó a su vez para una nueva embestida de las mías. Observé que el
hombre estaba muy girado encima del caballo apuntando con la vara hacia atrás,
suponiendo que repetiría la maniobra anterior. Yo me dirigí como una flecha en
dirección a los cuartos traseros del caballo, pero en el último segundo, ya
lanzado como una locomotora, viré ligeramente a la derecha y embestí con todas
mis ganas a la zona media del caballo.
El pobre animal ni se enteró, pues se fue como una torre al suelo, arrastrando
en la caída a su jinete. Yo salí de nuevo haciendo un leve amago de ataque con
la cabeza baja para despistar, con lo que el picador se puso blanco como el
papel del susto.
El público se lo estaba pasando en
grande, pues al parecer los picadores no solían caer simpáticos al respetable
silbando siempre para que soltara la puya, pero esta vez creí oír “¡Caaassius,
Caassius, Caassius!” en los graderíos, y sin silbidos. Yo volví a darme otra
vueltecita con chulería y con mi trote ya habitual.
—Oye, ¿sabes que este bicharraco me
recuerda al boxeador aquél con su mismo nombre? — le comentó un aficionado
veterano a otro más joven, que ponía cara de haba — Hace lo mismo que el Cassius
Clay aquél, dando vueltas alrededor de su oponente para lanzar sorpresivos
golpes cuando menos se lo esperaba. ¡Qué feliz idea la de ponerle ese nombre,
no podía ser más apropiado!
El joven se encogió de hombros, pues no
había nacido aún cuando Muhamad Alí se
retiró y no llegó a conocerle en sus buenos tiempos.
—Por fuerza tiene que estar cansado,
tras derribar tres caballos — le dijo el matador a su apoderado, que le miraba
dubitativo — Ahora le clavarán las banderillas, que algo harán — terminó el
maestro, dando permiso para cambiar el tercio.
Me fijé que ahora venía hacia mí un
torero sin capote y en lugar de éste dos palitroques, citándome a la vez que
llamaba mi atención levantando las banderillas aquellas. Aquello era nuevo para
mí, así que arranqué la embestida con la cabeza baja a ver qué pasaba. El tipo
era muy ágil, se salió de mi dirección de embestida y me clavó limpiamente los
dos palos en todo el lomo. ¡Cómo me dolió aquello! Un dolor lacerante me
recorrió desde arriba hasta mis cuartos traseros, igual que si fuera un
lumbago, pero mucho más intenso. Intenté quitármelos con furia, pero estaban
muy bien clavados. Cuando quise ir a por él y vengarme, ya se había puesto
fuera de mi alcance. Enseguida apareció otro con los mismos palos, pero de otro
color; yo solté un bufido, pues éste no iba a repetir la faena, desde luego.
Fui a por él con la cabeza alta y con mucho impulso sin que tuviera tiempo de
reaccionar, llevándomelo por delante tras atizarle un testarazo limpio con la
frente en todo el pecho y luego pasándole por encima cuidando de no pisarle.
Cuando me volví, casi tuve que echarme a reír; el banderillero estaba caído de
espaldas, desmayado del susto o del golpe, con las dos banderillas todavía
fuertemente agarradas y con los brazos en cruz; la postura resultaba
absolutamente cómica.
Ahora le tocó el turno al tercer
banderillero, al que se le veía muy poco entusiasmado, andando torpemente hacia
mí sin casi levantar los brazos. Me moví rápido pegando a la vez un amenazador
mugido embistiendo de nuevo con la
cabeza alta. No llegué a darle, pues tiró las banderillas al suelo y salió
pitando hacia el burladero.
La gente volvió a animarme, tras
silbar al pobre desgraciado. “¡Cassius, Caassius!”, gritaban. Decidí repetir el
leve trotecillo ante los gritos del público jaleándome. Me lo estaba pasando en
grande, pese al dolor de las dos banderillas en mi lomo.
—Maestro, ¿qué hacemos? ¿Pedimos el
cambio? —le preguntó el apoderado al matador. Éste se estaba mordiendo los
labios y terminó asintiendo. Agarró la muleta con la espada falsa y se dirigió
hacia el toro.
Yo le ví venir y me acordé de repente
que convenía disimular y no mostrar que mi poderío estaba casi intacto, de
forma que decidí tomármelo con calma. El hombre parecía valiente enfrentándose
a mí tras todo el zafarrancho que había organizado. Le haría el juego y
procuraría que se luciese ante el público.
Y así lo hice: embestida por aquí,
embestida por allá, me arrimaba manchándole la chaquetilla para impresionar, le
dejaba hacerme desplantes, salía con ímpetu de la serie de naturales y así
estuvimos un largo rato. Me pareció que cuando me citaba y yo embestía
noblemente a la muleta, el hombre me miraba agradecido por brindarle aquella
oportunidad. En los graderíos se oían cada vez más “Olé, ooleé, OLEEÉ…” y la
música no paraba ni un momento. Cuando me hizo el teléfono aprovechando que yo
estaba quieto, no pude reprimirme pegándole un susto haciendo un amago de
arrancada. Me miró con el ceño fruncido y yo no pude por menos que fabricarme
un amago de pícara sonrisa. Aprovechando el momento, se dirigió hacia un
burladero de aquellos y me fijé que intercambiaba su espada por otra que
brillaba mucho; ésa debía ser la de verdad. “Que no te toque con esa espada”,
recordé que me había advertido mi padrino en varias ocasiones.
Sorprendentemente, la volvió a esconder dentro de la muleta y vino hacia mí
para seguir toreando. Decidí que seguiría colaborando, pero ya vigilándole
estrechamente. De nuevo más embestidas, florituras y todo género de adornos; yo
me dejaba hacer, le seguía el juego y mantenía mi ritmo impertérrito, pero
siempre vigilante a ver lo que hacía con la espada.
De repente, tras un adorno de
espaldas, se volvió hacia mí, ¡y me habló!
—Lo siento, Cassius, pero tengo que matarte — al mismo tiempo
empezó a sacar la espada.
—Ni lo pienses, amigo — le respondí
con un mugido en voz baja, que no me entendió, claro, y al mismo tiempo me
abalancé sobre él sin darle tiempo a recomponerse y preparar la puntería; se
apartó en el último segundo, pero formando una figura poco airosa, teniendo que
apoyarse en la espada para no caerse.
Lo volvió a intentar; yo me había
quedado quieto con las patas delanteras intencionadamente muy abiertas para
cerrar el hueco entre mis omóplatos. Estaba dando resultado, pues empezó a
oscilar a derecha e izquierda tratando de que las juntase como hacen las
señoras mayores cuando se sientan con faldas algo cortas. Yo le miraba
aviesamente y me arranqué de sopetón hacia él; podría haberle matado si hubiera
querido, pero la verdad es que no sentía animadversión alguna por él y me
limité a darle otro buen susto; esta vez se fue al suelo soltando el
instrumento de matar.
En la plaza se había hecho un
silencio expectante.
El hombre se levantó rápido, dándose
cuenta de que la espada estaba doblada y manchada de tierra, decidiendo ir a
por otra. Por el camino fue maldiciendo, pues estaba estropeando una faena
colosal, de las de orejas y rabo.
—Maestro, o lo matas bien o vas a
fastidiar todo lo que has hecho hasta ahora — le comentó el apoderado, entre
que le entregaba la nueva espada.
—Parece como si lo adivinase, el
cabroncete; encima en el fondo no quiero matarlo…
El apoderado le miró muy serio.
—Pues o lo matas bien o pides el
indulto, pero en tal caso perderías los trofeos. Ya vas tarde y no puedes
lucirte mucho más con él; la gente parece que jalea más al toro…
—Ahora veré lo que hago; le daré un
par de pases más.
Yo estaba atento desde lejos a los
manejos del torero y observé que le daban otra espada, también de las de matar,
pero la guardó dentro del trapo. Según se me aproximaba, vi que me citaba desde
lejos con la muleta; decidí colaborar embistiendo con la cabeza baja, pero
mirando de reojillo no fuera a sacarla en el último momento. Supuse que quería
lucirse un poco más y le seguí el juego, engarzando una serie de pases en
redondo y terminando con unos naturales perfectos.
De repente, se produjo el milagro.
Tras unos estentóreos “¡Torero, Toreero!”, aparecieron cientos de pañuelos en
los graderíos gritando “¡Cassius, Cassius, Cassius indulto, induuultoo…!”
El torero se quedó quieto delante de
mí luciendo una leve sonrisa, recogió la muleta envolviendo en ella la espada,
me dio la espalda y se dirigió hacia donde estaba el tío Mauricio.
—Supongo que estará de acuerdo en que
indultemos a este magnífico ejemplar, ¿verdad?
—Por supuesto — le respondió Mauricio
con los ojos transidos de lágrimas.
A continuación, ambos levantaron el
pulgar mirando a la presidencia, mientras que el público ya no chillaba, ¡rugía!,
agitando de todo, pañuelos, sombreros, chaquetas y todo lo que tuvieran a mano.
Al cabo de unos angustiosos segundos
y tras consultar entre los miembros de la presidencia, apareció un pañuelo
blanco por encima de la barandilla. Y entonces la plaza ya se vino abajo y el
griterío debió de oírse a varios kilómetros a la redonda.
Al matador, al lado del tío Mauricio,
también se le soltaron las lágrimas y saludó al público.
Yo me acerqué a ambos con mi trote
ligero haciendo honor a mi nombre; mi padrino salió al ruedo por el burladero y
se abrazó a mi cuello, llorando ya a lágrima viva.
—¡Lo has conseguido, hijo mío!
El matador prefirió no acercarse
tanto.
—Oiga, hablando de hijos, espero que
nos dé usted más de este calibre, siendo éste el padre… — arguyó el torero.
—No lo dude — respondió Mauricio con
una gran sonrisa — Debería usted de dar la vuelta al ruedo, maestro; ¡Qué
menos! Encima se ha quedado sin trofeos, de lo cual me alegro mucho, claro…
—No — respondió el matador — no me
corresponde a mí; el triunfador ha sido el toro, que es el que debería hacerlo.
Decidí entonces hacer algo
instintivo, algo que me estaba pidiendo el cuerpo. Me acerqué al torero según
me soltaba de mi padrino y le hice un gesto moviendo la cabeza a la vez que le guiñaba
un ojo, empezando a caminar por el borde del ruedo, tratando de indicarle que
viniera conmigo. El hombre lo captó, se acercó a mí con cierta prevención
todavía, poniéndose a mi lado. Así iniciamos los dos juntos una apoteósica
vuelta al ruedo, en medio de los vítores del respetable, empezando a llovernos
gorras, sombreros, flores y hasta un jamón.
El presidente se dirigió en voz baja
a quien tenía a su lado.
—¿Está usted viendo lo que yo veo?
¡Esto me rompe todos los esquemas! Toro y torero recibiendo los aplausos de
todo el mundo, enfervorizado y enloquecido como nunca he visto.
—Es que el público se le ha pasado
tan bien que casi revienta de alegría. Esto me hace pensar que debiéramos
replantearnos algunas cosas.
—¿Cómo qué? — inquirió el presidente.
—Es sencillo. La Fiesta Nacional se
debe adaptar no sólo a los tiempos, sino al gusto del público; ambos sabemos
que los puyazos al toro no gustan –siempre protestan– y ya ve lo contentos que están sin haber tenido
que matar al animal. Sí, ya sé que éste se ha ganado sus simpatías, pero nadie
echa ahora de menos su muerte ni la falta de trofeos del cuerpo del toro.
Deberíamos comentar esto con las autoridades, ya de por sí presionadas por una
gran parte de ciudadanos anti-taurinos. Yo pienso que si los españoles están
preparados para modificar nada menos que su Constitución y adaptarla a los
nuevos tiempos, ¿no podríamos hacer nosotros lo mismo? Si continuamos sin hacer
nada, la propia Fiesta está en riesgo de desaparecer, lo cual tampoco es bueno;
todavía queda mucho aficionado, los turistas vienen como moscas y los toreros
tampoco pueden reconvertirse de un día para otro. Ya veremos lo que pase una
vez hayamos dejado atrás otra generación, pues tampoco se puede cercenar de una
vez una tradición de siglos. Además, ahí están los portugueses y el mundo no se
ha venido abajo…
El presidente le miraba con los ojos
muy abiertos, sin saber muy bien qué decir, pero asintió.
—Vamos a tener que iniciar el proceso
del cambio, sí…
Epílogo
En la prensa del día siguiente, la
foto del paseíllo conjunto de toro y torero salió en todas las portadas y fue
ampliamente difundida también por las redes sociales. Se volvió a levantar la
gran polémica de siempre, pero esta vez los “taurinos” se mostraron menos
reticentes.
La imagen hablaba por sí sola;
incluso resultaba ejemplar, pensando en el mundo de la política. “Colaboración entre dos personajes de
tendencias muy distintas”, interpretó un astuto periodista. Otro de los
titulares resultó genial: “Más valen
toros pensando como humanos que humanos pensando como toros”, en clara
alusión a las guerras y al terrorismo imperante.
Todo aquello resultó ser el embrión
de la modificación del reglamento taurino; el puyazo se sustituyó por una
inyección dosificada de forma que la lidia pudiera llevarse a cabo y la figura
del picador desapareció. Con el asunto de la muerte del toro pasó más tiempo,
pero al final también le llegó el turno.
Cassius fue retirado con todos los honores,
siendo además entre los pocos toros indultados que han existido el que menos
había sufrido, recuperándose en poco tiempo. Mauricio pudo seguir disfrutando
de su ahijado todavía bastantes años, cosa que además le fue muy rentable, pues
Cassius resultó ser asombrosamente
prolífico (o que las jóvenes vaquillas de Mauricio resultaban muy atractivas).
Se cuenta que llegó a tener cien hijos, todos con sus genes, por supuesto.
A un avispado empresario alemán se le
ocurrió inmortalizar la efigie de nuestro toro, creando una nueva línea de
cosméticos para hombre, a la que llamó “Cassius”. Con la fama que llevaba
detrás y que había llegado a traspasar las fronteras, la idea tuvo éxito. Recordaba
mucho al famoso toro de Osborne.
El trapío del toro hizo todo lo
demás.
KS, diciembre de 2018