Pesadilla en Pinar street, por Kurt Schleicher
Al cabo de más de
medio siglo me he decidido por fin a revelar esta aventura, de la que podría no
haber salido sano y salvo. Lo que no quiero es desvelar mi identidad. Pertenezco
a la Promoción del 66 del Ramiro y me he enterado recientemente de la
existencia de la agrupación de la del 64, con su blog y todo. He pensado que no
estaría de más que finalmente esta historia salga a la luz en este blog que
asimismo se dedica a servir de cohesión a los diferentes artículos, sean del
Ramiro o no. La historia se la he enviado a uno de los autodenominados
“dinamizadores” de la Promoción 64, a condición de que no revelase nunca mi nombre;
prefiero quedar en el anonimato. Le pedí a Kurt que la escribiera, pues nunca
se me ha dado bien expresarme por escrito. A cambio, él me pidió que a partir de lo que le
contara, prefería redactar mi historia en primera persona, expresando mis impresiones
personales como si yo la hubiera escrito, ya que en su opinión quedaría mejor
así y no que él la contase de segundas.
No recuerdo con precisión la fecha del
sucedido, pero creo que fue a principios de la década de los sesenta. Procedo
de una familia de espeleólogos y quizás eso influyó en mis afanes de descubrir
e investigar las interioridades de cualquier cueva con la que pudiera toparme.
La verdad es que nunca he sido buen estudiante y ya era conocido por mis
“pellas” a la mayoría de las clases, lo que me había creado cierta mala fama. Siempre me atrajeron los alrededores
de lo que se llamaba el Canalillo y
ya había recorrido toda aquella zona. Me había enterado que por las laderas de
lo que se llamó los Altos del Hipódromo debía de haber restos de la Guerra Civil,
del bando republicano, que debieron de construir cuevas desde las que montar
defensas desde una posición elevada para rechazar potenciales ataques de los
nacionales. Me pareció haber detectado desde lejos unos huecos o entradas de
cuevas que podrían coincidir con estas defensas.
Un día de primavera
de esos claros que invitaban a no estar en clase tras un periodo de intensas
lluvias, decidí que era un buen momento para ir a “explorar”. Como no sabía el
tiempo que iba a dedicar a mi excursión, me aprovisioné en el bar del Ramiro de
un bocadillo y una bebida para comer y aprovechar el día. Según subía la
cuesta, me acordé del bar del CSIC; saltando por encima de un roto en la valla
se podía acceder allí con suma facilidad. Había dos razones para ello: una era
que los bocadillos de atún con pimientos que daban allí eran exquisitos y otra
la presencia de las dos camareras del bar, muy monas ellas, algo que siempre
anima. Una de ellas, la pecosilla, tenía una cara y una sonrisa tan graciosas,
que ya preveía me iba a hacer comer muchos bocatas de atún y pimientos en el
futuro. Les pedí una bebida más para congraciarme con ellas; no podía yo
imaginar lo bien que me iba a venir aquél suplemento. Metí todo aquello en mi
pequeña bolsa plegable, en la que ya me había provisto de una linterna con una
de esas pilas de petaca y otra de repuesto, aparte de una navaja de aquellas multifunción. Otra afortunada decisión, pues había
oído innumerables veces en mi casa que nunca debía quedarme sin luz en una expedición y que una buena navaja siempre resulta útil.
Bajando por la cuesta
hacia la Cruz y dejando el Instituto a la derecha, me dirigí hacia el Canalillo.
Este aparecía por un túnel por debajo de dicha Cruz y volvía a desaparecer por
otro bajo la caseta del guarda de la
Residencia de Estudiantes, continuando por la calle Pinar, donde se ubica esta residencia, y después descendía en dirección hacia María de Molina.
Esto permitía atravesar hasta el otro lado sin mojarse en el Canalillo en dirección al museo de
Ciencias, pero teniendo que atravesar en cualquier caso una valla de alambre,
rota por un sitio que yo conocía de antes. Ya tenía el camino libre hacia las
cuevas, yendo cuesta abajo.
Calle Pinar, Residencia de Estudiantes y el Canalillo
Bajada hacia el Museo de Ciencias, zona de las cuevas
La entrada me
pareció que había quedado afectada por las recientes lluvias, pero no se me
ocurrió que aquello fuera a suponer un problema. Me descolgué por el pequeño
talud de tierra que se había formado y penetré en el recinto. La verdad es que
había dos entradas a la cueva y luego comprobé que tenía forma de “U”, así que era una sola en realidad. Las paredes y el techo eran de arenisca y alguien
había grabado una cruz dentro de un círculo y unas barras verticales; todo
indicaba que allí habían tenido lugar visitas anteriores, probablemente de
otros alumnos del Ramiro. También había unos nichos labrados en las paredes,
que podrían deberse a los soldados de la República desde los tiempos de la
Guerra Civil. Examinando el recinto con ayuda de mi linterna, descubrí en una
de las paredes, la que estaba entre ambas entradas, una zona lisa; dando golpes
me di cuenta de que era una pieza metálica. Me picó la curiosidad; ¿pertenecería a
algún resto de la guerra, un cañón antiaéreo o algo parecido? Me puse a rascar
con mi navaja en la arenisca de uno de los bordes para dejar aquello al aire y
descubrir de qué se trataba. No era difícil, pues la arenisca se quitaba con
facilidad. Tenía forma rectangular y era más grande de lo que podía ver,
prolongándose hacia el techo de la cueva. ¿Qué sería aquello? Lo único que
podía hacer era seguir rascando hacia arriba. Al fin descubrí lo que parecía
ser el final de la parte plana de aquella pieza metálica, pues pude profundizar
más hasta que apareció un borde o una rebaba; sin embargo, la pieza continuaba
y no sabía a lo que podría corresponder. Suponía que los desprendimientos de
tierra de la colina al cabo de tantos años había sido la causa de que esos
restos se fueran cubriendo completamente, hasta ocultarlos. La verdad es que ya
estaba cansado de tanto rascar; para no seguir machacándome la mano, agarré la
placa por el borde y con todas mis fuerzas empecé a sacudirla a ver si podía
moverla dentro de la arenisca y apareciese algo de lo que había debajo si se
desprendía toda aquella capa que llevaba encima. Aquellas sacudidas se
transmitieron y logré moverla algo, muy poco; tenía pinta de estar enterrados
allí los restos de un cañón apuntando hacia el exterior, aunque de la caña ya
no quedase nada. Estaba excitado: ¡Iba a descubrir nada menos que un cañón de
la Guerra Civil! Debido a mi entusiasmo, no pensé en el peligro que tenía tanta
sacudida y sus consecuencias. Nunca llegué a saber hasta dónde llegaba la caña
o lo que quedase de ella, pues de repente noté entre tanto sacudir y la
transmisión hacia el exterior, que se estaba produciendo un derrumbe, taponando
una de las entradas e inmediatamente después también la otra, ya que el cañón o
lo que fuera estaba situado entre ambas. La poca luz que había dentro
desapareció y se hizo la oscuridad; lo peor no fue eso, sino que el derrumbe
continuaba; ¡se estaba viniendo abajo todo el talud y la tierra y la arenisca
iba taponando cada vez más ambas entradas! Recordé que no muchos días antes
había llovido mucho, lo que podría haber contribuido a aquél desastre. Cuando
se hizo el silencio, me estremecí: ¡me había quedado enterrado dentro de
aquella cueva! Lo primero que hice fue mirar en ambas entradas cómo había sido
el derrumbe y me llevé el siguiente susto: ¡todo el techo se había venido
abajo, incluyendo piedras de gran tamaño y taponando el hueco completamente!
¡Me llevaría días o semanas remover todo aquello!
Me senté en el suelo
y empecé a sollozar; la situación era horrible y no veía la forma de poder
salir de allí. ¡Con dos bocadillos y dos bebidas no iba a poder aguantar mucho
y nadie sabía tampoco que yo estaba allí! Sentí que la alargada sombra de la
muerte se cernía sobre mí; en algún lejano futuro, alguien descubriría allí un
esqueleto, ¡que no sería de un humano prehistórico, sino el mío! Creo que debí
sonreír amargamente pensando en ello.
Gracias a la
linterna pude reconocer el terreno; por fortuna el interior de la cueva no
había quedado afectado. Yo sabía que, además del derrumbe y el taponamiento, el
aire se terminaría acabando y que moriría por falta de oxígeno, así que dentro
de mi desesperación y como tenía mucha hambre, me comí el bocadillo de atún y
dejé el de chorizo para más adelante. Pensé que sería más inteligente
racionarme la bebida. Empecé a serenarme algo, pues quedarme tumbado en el
suelo llorando tampoco me llevaría a ninguna parte.
Haciendo de tripas
corazón, comencé a explorar el fondo de la cueva. Tenía que racionar también el
tiempo de uso de la linterna, pues aunque disponía de una pila de repuesto,
aquello tampoco me permitiría tener luz por tiempo ilimitado. Y sin luz ya
sería lo mejor morirme directamente. Tras examinar centímetro a centímetro las
paredes del fondo, me pareció notar que el aire era más fresco por allí que
cerca de la entrada tras el derrumbe. Me acordé de una película que había visto
hacía poco titulada “Las minas del rey Salomón” en la que los protagonistas –
Ava Gardner y Stewart Granger ─ se habían
quedado encerrados en la cueva de la mina y gracias a que la luz de las
antorchas se movía pudieron descubrir una pequeña entrada de aire, que pudieron
ensanchar y salir. Antorcha no tenía,
naturalmente, pero cerillas sí. Fui acercando la cara a la unión del techo y
las paredes en el fondo hasta que me pareció notar un leve descenso de
temperatura o una brizna de aire fresco, pero con la mano no noté nada. Encendí
una cerilla hasta que se me apagó sin ver nada especial. Con otra cerilla
encendida, la fui llevando despacio por la zona más probable y ¡en efecto! en
un sitio determinado la llama fluctuaba, y siempre en el mismo lugar. Suspiré
aliviado; ¡si eso era verdad, al menos no moriría asfixiado! Marqué el punto con mi navaja y me dispuse a ensanchar la zona. “Menos mal que la arenisca
permite un avance rápido”, me dije.
Como no tenía nada mejor que hacer, hice
nuevamente de tripas corazón y empecé a rascar la zona. Tras continuar así
durante más de una hora, no parecía haber conseguido nada; había hecho un
agujero en la pared, pero no había llegado a ningún sitio. Volví a encender una
cerilla – tampoco tenía muchas − y
recobré algo de ánimo al constatar que la llama se seguía moviendo. No podía
permitirme descansar; aquella corriente de aire debiera proceder de algún lugar.
Continué rascando febrilmente. Por fin, al
cabo de otra hora, noté que parte de la arenisca comenzaba a desaparecer y el
hueco se iba haciendo más grande, pudiendo meter incluso la mano y el brazo.
¡Había llegado a alguna parte! Primero me sentí aliviado, pero después me volví
a estremecer; ¡aquello podría significar nada más que pasaba de una cueva a
otra más interior! Me mordí los labios; no quería perder el ánimo y resignarme
a morir de asco ahí dentro. Manos a la obra; debía ampliar el hueco para poder
pasar al otro lado. Me preocupaba que no se notase más aire, más ventilación;
eso significaría que no había salida directa al exterior, pero rechacé esos
pensamientos. Ya lo vería cuando supiese dónde iba a salir.
Antes de pasar al otro lado, me dije que
debía recuperar fuerzas tomándome el segundo bocadillo, el de chorizo, junto
con lo que quedaba de la botellita de agua, guardándome la segunda por si
acaso. Me vino muy bien y me sirvió también para recuperar el ánimo y
enfrentarme a la realidad, fuera cual fuese.
Como no sabía lo que
iba a encontrarme, decidí descansar un poco; me dolían los costados y las manos
de tanto rascar arenisca. Creo que lo que me pasaba es que tenía miedo a
encontrarme con más de lo mismo y sin salida. Poco a poco, tras el descanso,
logré ensanchar el hueco de manera que ya cabía por él.
Al otro lado me
encontré con una sorpresa. Al iluminar con la linterna, vi que el recinto era
angosto, pero desde el fondo subía una escalera; con mi linterna no llegaba a
iluminar el final de aquél misterioso pasillo ascendente. Como no podía hacer
otra cosa, decidí subir; para volver, siempre habría tiempo. La verdad es que
la cuesta era bastante larga; si alguien se había tomado la molestia de
construir todo aquél pasadizo, tenía que ser por algo, me decía yo. ¿Qué habría
al final?
Pues de momento, una
decepción; la escalera finalizaba en una especie de rotonda… y nada más. Me
dejé caer al suelo, completamente abatido; aquello era una ratonera sin
sentido. Buscando el pañuelo para enjugarme las lágrimas, me tropecé con mis
cerillas. Aún tenía unas pocas, así que pensé que lo mejor que podía hacer era
repetir lo mismo, comprobar que la llama empezara a oscilar e indicarme un
potencial siguiente paso.
Así lo hice. Tras
dar toda una vuelta a la rotonda sin notar nada, la recorrí una segunda vez, más
despacio, y esta vez sí: en un lugar del fondo, prácticamente enfrente del
acceso a la escalera por la que había subido, la llama oscilaba un poco. Me
fijé un poco más en aquella zona y le pasé las palmas de las manos; sólo con
eso desapareció el polvo acumulado por el tiempo y apareció una placa de
madera. En uno de los lados, la llama oscilaba más; al limpiar, apareció una
ranura. ¡Era el eje de giro de una puerta, sus goznes! Por ahí es por donde se
filtraba el aire. Aquél descubrimiento me animó mucho; ¡nada menos que una
puerta! ¡Genial! ¡A alguna parte debería dar y debería ser una salida! No me fue difícil
abrir la puerta gracias a mi navaja, haciendo saltar el pestillo; ¿Qué habría
al otro lado? Pronto lo iba a saber. En efecto, allí me encontré con una obra
ya de cierto empaque que no tenía pinta de ser los restos de unas instalaciones
militares de defensa antiaérea o de un búnker; aquello era otra cosa.
Recobré la esperanza;
algo así no podría estar aislado del mundo. Gracias a la linterna, fui iluminando
las paredes, que en su parte inferior estaban dotadas de azulejos. A cada metro
o poco más de pared y cerca del suelo se habían construido unos salientes
rectangulares de obra que parecían ser bancos. Asimismo, entre ellos había una
especie de nichos, unos más pequeños que otros. En uno de los pequeños había
restos de velas. El suelo era firme, con losetas rudimentarias. Del techo
colgaban cables que probablemente habían incorporado bombillas, que por lo que
fuera habían desaparecido. La verdad es que no se me ocurría qué podía ser
aquello; parecía ser un lugar para acoger a una determinada cantidad de
personas. ¿Sería un escondite para prisioneros de guerra? Eso fue lo primero
que se me ocurrió.
Animado y a la vez
curioso, continué recorriendo todo aquello; tuve que reponer la pila de petaca,
pues la original había llegado a su final. Me alegré un montón por haber
llevado un repuesto; sin luz estaría vendido. El recinto continuaba; era como
un túnel ancho siguiendo una línea curva que probablemente sería una
circunferencia si, como parecía, se extendía a ambos lados a partir de la
puerta por la que había entrado allí. Me estremecí; ¡a ver si volvía a pasar lo
mismo por tercera vez y aquello era un circuito sin salida! Esta idea me
espoleó; lo más importante era poder salir de allí.
No tuve que sufrir
mucho tiempo más; tras caminar unos cien metros, me encontré con otra puerta en
la pared opuesta a la anterior. Suspiré aliviado; era de madera también. Volví
a meter mi navaja por la ranura como había hecho con la anterior y desenganchar
el pestillo, pero esta vez no tuve éxito; todo indicaba que esta puerta estaba
cerrada con un cierre adicional. Intenté llegar con la navaja al cerrojo e
intentar correrlo, pero infructuosamente. Ni se movía.
Me empezó a entrar
la desazón; ¡Ahora que había llegado al final y con una puerta que accedía
presumiblemente a una salida al exterior, no la podía abrir! Empecé a dar golpes con las palmas de las
manos con todas mis fuerzas a ver si alguien podía oírme, pero tras media hora
de golpeteo no hubo reacción. Me sentía agotado mental y físicamente. Lo único
que podía hacer era repetir los golpes cada media hora a ver si había suerte; así
lo hice.
El tiempo fue
pasando y me di cuenta que ya eran las diez de la noche; no tenía sentido a
esas horas intentar nada, así que, cansado como estaba, me tomé un trago de mi
escasa agua. Me tumbé en uno de aquellos bancos de piedra que había en las
paredes y no tardé en dormirme. De repente, oí unos ruidos de pisadas. Estaba en la escalera y me dí de bruces con unos milicianos que venían de donde estaba el cañón; se conoce que había dejado huellas y me estaban buscando. Oí voces que se acercaban. ¡"El espía ha huido por aquí"!, decían. Se me heló la sangre. Me levanté corriendo y salí como alma a la que le lleva el diablo hacia arriba. ¡Horror! Al
final, a ambos lados de la puerta, me encontré con dos legionarios que estaban allí
apostados. Éstos me debieron tomar por miliciano y fueron también a por mí
fusil en ristre escaleras abajo. ¡Estaba pillado! Volví hacia atrás y me tiré al suelo
tapándome la cabeza sobre uno de los escalones, rezando para que los milicianos
se toparan con los legionarios y me dejaran en paz a mí, pero noté que me
pisoteaban y me daban bayonetazos. Me acurruqué todo lo que pude sobre lo que
parecía ser un escalón y en ese momento me desperté… ¡era el banco de piedra,
no el escalón! ¡Todo había sido una pesadilla! Pero había sido muy real y todavía me latía el corazón. Empecé a temblar, pues ya hacía
frío y no tenía nada para taparme.
Entre los temblores, la reciente pesadilla
en la que intentaban matarme a patadas y bayonetazos y el hambre que estaba
sintiendo, me entró la congoja y empecé a llorar con desesperación. ¿Qué podría
hacer? Volver no tenía sentido, pues la entrada de la cueva estaba taponada por
un derrumbe tal que tardaría días o semanas en abrirme paso al exterior; aun
así quizás fuera una opción, por desesperada que fuera. De momento lo único que
podía hacer era esperar a primera hora de la mañana y seguir dando golpes en la
puerta de forma periódica, a ver si alguien podía oírme.
Me enjugué las
lágrimas; no servían de nada. Tenía miedo, mucho miedo; ¡qué pena, morirme tan
pronto siendo todavía tan joven y con toda la vida por delante! Me vino la
rabia; ¡tras tanto trabajo, si nadie bajaba por allí, me moriría a unos pocos
centímetros de una posible salida al exterior y la salvación! ¿Qué podría
hacer? La situación era la que era. Llegué a sonreír al pensar que no sabía qué
era peor, si la pesadilla de los milicianos y legionarios queriendo matarme o
estar allí encerrado hasta morir de inanición; ¡la realidad era una pesadilla
todavía peor! Me volví a tumbar sobre el banco de piedra que me servía de cama.
Me acordé de aquella ranchera mejicana que decía algo así como “de piedra ha de
ser la cama y de piedra la cabecera…” Me eché a reír entre lágrimas; ¡muy
apropiada!
Cuando tras la larga
noche en la que no pude volver a dormirme, aterido de frío y temblando, vi que
ya eran las seis y media de la mañana y me dije que lo mejor era empezar de
nuevo a dar golpes en la puerta; de paso me serviría el ejercicio para
calentarme. ¿Para qué esperar media hora? Nada, nada, cada cinco minutos
golpeaba frenéticamente la puerta y poco a poco dejé de tener frío y los
temblores desaparecieron.
No podía creer lo
que pasó a continuación; de repente, cuando dejé de golpear, noté que los
golpes continuaban, como si alguien me respondiera al otro lado y después oí
una voz que parecía femenina:
─ ¿Quién anda ahí? ─ preguntó la voz como con miedo.
─ Un alumno del Ramiro de Maeztu perdido ─ logré replicar gritando roncamente, todo lo alto que pude.
Oí el ruido de
correr varios cerrojos al otro lado. Se abrió la puerta y apareció una mujer
vestida de limpiadora, más bien bajita, que me miraba con estupor.
─ ¿Pero de dónde has
salido tú? Esto lleva cerrado hace años…
No hice caso a su
pregunta, pues lo que me quemaba en los labios era saber dónde estaba.
─ ¿Podría decirme dónde
estamos? ¿Qué es esto? ─ pregunté a borbotones.
─ Esto es la Residencia
de Estudiantes; estamos en el sótano, que nos sirve de almacén...
Aquello me encajaba.
Las cuevas estaban a un nivel inferior, y al acceder por la escalera de subida,
había entrado en aquél espacio de prisioneros de la guerra o lo que fuera.
─ ¿Podría decirme qué
es este conjunto de pasillos de dónde vengo?
La mujer, de unos
cincuenta años, me seguía mirando con el mismo estupor.
─ Pues al parecer se
trata de un antiguo refugio antiaéreo de los tiempos de la guerra, que ahora
está abandonado. Pero lo que quisiera saber es cómo te has metido ahí y por
qué…
Me mordí los labios;
me daba apuro contarle a la señora aquella que había hecho pellas de las clases
del Instituto, así que sobre la marcha me inventé una historia.
─
Verá; la profesora de Historia nos ha mandado hacer un trabajo sobre la
Guerra Civil. Yo sabía que había aquí afuera, en el talud que baja al Museo de
Ciencias, unas cuevas de la época de la guerra que imagino servían como defensa de esta
colina para cuando los nacionales marchasen sobre Madrid ─ esperaba que aquello sonase medianamente creíble y seguí preguntando inmediatamente para
disimular ─ ¿Qué más me puede contar de este refugio antiaéreo? Me podría
servir como parte del trabajo…
─ Pues no sé mucho de eso, salvo lo que me
han contado ─ la señora, limpiadora a todas luces y trabajando para la
Residencia, no parecía que pudiera darme muchos datos, pero prosiguió a la vez
que se rascaba la barbilla ─ aquí cerca había un hospital para los de la República
y durante la guerra construyeron este refugio para proteger a los enfermos en
caso de haber bombardeos.
─ ¿Sabe cuánta gente podía meterse aquí?
─ No sé, pero doscientas personas podrían
caber perfectamente ─ la limpiadora recordó que todavía no le había contestado
─ pero tú aun no me has dicho cómo has entrado aquí…
─ Mire, yo entré en las cuevas para
investigar y se produjo un derrumbe que me dejó encerrado. Por casualidad
encontré un pasadizo que llevaba aquí y entré por una vieja puerta al recinto
del refugio. Estuve llamando ayer y hasta ahora mismo a esta otra puerta
esperando que alguien me oyera, y por fin apareció usted… y, por cierto, aún no
le he dado las gracias…
─ Creo que debo llevarte a la
enfermería y luego contactar con el Instituto para que sepan que estás bien ─
me dijo de repente la limpiadora, circunspecta.
Me entraron los siete males; ya me imaginaba
teniendo que explicar mi odisea primero a los médicos y luego al Jefe de
Estudios, el Sr. Magariños, que me pondría indudablemente un sobre y carta, así
que no podía dejar que aquello sucediera.
─ No se preocupe; estoy muy bien, sólo un
poco sucio, de forma que lo que debo hacer es ir a mi casa y tranquilizar a mis
padres y de paso limpiarme. Vivo cerca y luego me dará tiempo de volver a las
clases… ¡Muchas gracias por salvarme! ─ No le di tiempo a reaccionar y subí
escaleras arriba todo lo rápido que pude. No me fue difícil encontrar la salida
y tampoco nadie se fijó en mí.
En casa no me libré del consabido chorreo,
pero como eran espeleólogos y les convencí que mi afán fue investigador, pronto
pasó la tormenta. Y esto es todo; la verdad es que lo pasé muy mal. Desde
entonces las cuevas dejaron de existir o al menos ya no serían accesibles.
Ahora,
al cabo de más de medio siglo y leyendo lo que hay en el blog del Ramiro53-64
en relación al Canalillo y las cuevas, me enteré de algunas cosas más que
confirmaban lo poco que me dijo la señora. Me impresionó la breve aventura de
Manuel Rincón, al que “casi” le pasa lo mismo al meterse en las cuevas, según
cuenta en sus memorias. Gracias a Paco Acosta quedó confirmado que aquello fue
efectivamente un refugio antiaéreo que se construyó en 1937, que se trataba del
hospital de Carabineros para enfermos de malaria, que el refugio no quedó del
todo terminado y que medía unos 167 metros lineales y daba cabida a unas 200
personas, efectivamente. Del pasadizo con la escalera nadie sabía nada, pero
para mí está claro que conectaba el refugio con las cuevas para tener una
segunda salida en caso de apuro tras un bombardeo. Más tarde, entre los años
1990 y 2000 se hicieron una obras que se “cargaron” el refugio, del que quedó
solamente la parte más cercana a la puerta de acceso donde me encontré con la
limpiadora y que se transformó después en
una sala de juegos con mesas de billar para la Residencia de Estudiantes.
Total, que ya no queda nada, ni cuevas ni refugio antiaéreo, pero a mí nunca se
me ha olvidado aquella terrible pesadilla y lo mal que lo pasé.
Y aquí se termina esta historia; gracias a
Kurt por darle forma y mis disculpas por preferir permanecer en el anonimato.
K.S.,
marzo de 2021
Dedicado
a Manolo Rincón, Paco Acosta y José Luis Cerdán; gracias a sus aportaciones he
podido incorporarlas a este cuento, de manera que ni yo sé ya si es realidad o
ficción…