domingo, 14 de marzo de 2021

Pesadilla en Pinar street

 

                  Pesadilla en Pinar street,   por Kurt Schleicher

   Al cabo de más de medio siglo me he decidido por fin a revelar esta aventura, de la que podría no haber salido sano y salvo. Lo que no quiero es desvelar mi identidad. Pertenezco a la Promoción del 66 del Ramiro y me he enterado recientemente de la existencia de la agrupación de la del 64, con su blog y todo. He pensado que no estaría de más que finalmente esta historia salga a la luz en este blog que asimismo se dedica a servir de cohesión a los diferentes artículos, sean del Ramiro o no. La historia se la he enviado a uno de los autodenominados “dinamizadores” de la Promoción 64, a condición de que no revelase nunca mi nombre; prefiero quedar en el anonimato. Le pedí a Kurt que la escribiera, pues nunca se me ha dado bien expresarme por escrito. A cambio, él me pidió que a partir de lo que le contara, prefería redactar mi historia en primera persona, expresando mis impresiones personales como si yo la hubiera escrito, ya que en su opinión quedaría mejor así y no que él la contase de segundas.

   No recuerdo con precisión la fecha del sucedido, pero creo que fue a principios de la década de los sesenta. Procedo de una familia de espeleólogos y quizás eso influyó en mis afanes de descubrir e investigar las interioridades de cualquier cueva con la que pudiera toparme. La verdad es que nunca he sido buen estudiante y ya era conocido por mis “pellas” a la mayoría de las clases, lo que me había creado cierta mala fama. Siempre me atrajeron los alrededores de lo que se llamaba el Canalillo y ya había recorrido toda aquella zona. Me había enterado que por las laderas de lo que se llamó los Altos del Hipódromo debía de haber restos de la Guerra Civil, del bando republicano, que debieron de construir cuevas desde las que montar defensas desde una posición elevada para rechazar potenciales ataques de los nacionales. Me pareció haber detectado desde lejos unos huecos o entradas de cuevas que podrían coincidir con estas defensas.

   Un día de primavera de esos claros que invitaban a no estar en clase tras un periodo de intensas lluvias, decidí que era un buen momento para ir a “explorar”. Como no sabía el tiempo que iba a dedicar a mi excursión, me aprovisioné en el bar del Ramiro de un bocadillo y una bebida para comer y aprovechar el día. Según subía la cuesta, me acordé del bar del CSIC; saltando por encima de un roto en la valla se podía acceder allí con suma facilidad. Había dos razones para ello: una era que los bocadillos de atún con pimientos que daban allí eran exquisitos y otra la presencia de las dos camareras del bar, muy monas ellas, algo que siempre anima. Una de ellas, la pecosilla, tenía una cara y una sonrisa tan graciosas, que ya preveía me iba a hacer comer muchos bocatas de atún y pimientos en el futuro. Les pedí una bebida más para congraciarme con ellas; no podía yo imaginar lo bien que me iba a venir aquél suplemento. Metí todo aquello en mi pequeña bolsa plegable, en la que ya me había provisto de una linterna con una de esas pilas de petaca y otra de repuesto, aparte de una navaja de aquellas multifunción. Otra afortunada decisión, pues había oído innumerables veces en mi casa que nunca debía quedarme sin luz en una expedición y que una buena navaja siempre resulta útil.

   Bajando por la cuesta hacia la Cruz y dejando el Instituto a la derecha, me dirigí hacia el Canalillo. Este aparecía por un túnel por debajo de dicha Cruz y volvía a desaparecer por otro  bajo la caseta del guarda de la Residencia de Estudiantes, continuando por la calle Pinar, donde se ubica esta residencia, y después descendía en dirección hacia María de Molina. Esto permitía atravesar hasta el otro lado sin mojarse en el Canalillo en dirección al museo de Ciencias, pero teniendo que atravesar en cualquier caso una valla de alambre, rota por un sitio que yo conocía de antes. Ya tenía el camino libre hacia las cuevas, yendo cuesta abajo.

Calle Pinar, Residencia de Estudiantes y el Canalillo


                                           Bajada hacia el Museo de Ciencias, zona de las cuevas

   La entrada me pareció que había quedado afectada por las recientes lluvias, pero no se me ocurrió que aquello fuera a suponer un problema. Me descolgué por el pequeño talud de tierra que se había formado y penetré en el recinto. La verdad es que había dos entradas a la cueva y luego comprobé que tenía forma de “U”, así que era una sola en realidad. Las paredes y el techo eran de arenisca y alguien había grabado una cruz dentro de un círculo y unas barras verticales; todo indicaba que allí habían tenido lugar visitas anteriores, probablemente de otros alumnos del Ramiro. También había unos nichos labrados en las paredes, que podrían deberse a los soldados de la República desde los tiempos de la Guerra Civil. Examinando el recinto con ayuda de mi linterna, descubrí en una de las paredes, la que estaba entre ambas entradas, una zona lisa; dando golpes me di cuenta de que era una pieza metálica. Me picó la curiosidad; ¿pertenecería a algún resto de la guerra, un cañón antiaéreo o algo parecido? Me puse a rascar con mi navaja en la arenisca de uno de los bordes para dejar aquello al aire y descubrir de qué se trataba. No era difícil, pues la arenisca se quitaba con facilidad. Tenía forma rectangular y era más grande de lo que podía ver, prolongándose hacia el techo de la cueva. ¿Qué sería aquello? Lo único que podía hacer era seguir rascando hacia arriba. Al fin descubrí lo que parecía ser el final de la parte plana de aquella pieza metálica, pues pude profundizar más hasta que apareció un borde o una rebaba; sin embargo, la pieza continuaba y no sabía a lo que podría corresponder. Suponía que los desprendimientos de tierra de la colina al cabo de tantos años había sido la causa de que esos restos se fueran cubriendo completamente, hasta ocultarlos. La verdad es que ya estaba cansado de tanto rascar; para no seguir machacándome la mano, agarré la placa por el borde y con todas mis fuerzas empecé a sacudirla a ver si podía moverla dentro de la arenisca y apareciese algo de lo que había debajo si se desprendía toda aquella capa que llevaba encima. Aquellas sacudidas se transmitieron y logré moverla algo, muy poco; tenía pinta de estar enterrados allí los restos de un cañón apuntando hacia el exterior, aunque de la caña ya no quedase nada. Estaba excitado: ¡Iba a descubrir nada menos que un cañón de la Guerra Civil! Debido a mi entusiasmo, no pensé en el peligro que tenía tanta sacudida y sus consecuencias. Nunca llegué a saber hasta dónde llegaba la caña o lo que quedase de ella, pues de repente noté entre tanto sacudir y la transmisión hacia el exterior, que se estaba produciendo un derrumbe, taponando una de las entradas e inmediatamente después también la otra, ya que el cañón o lo que fuera estaba situado entre ambas. La poca luz que había dentro desapareció y se hizo la oscuridad; lo peor no fue eso, sino que el derrumbe continuaba; ¡se estaba viniendo abajo todo el talud y la tierra y la arenisca iba taponando cada vez más ambas entradas! Recordé que no muchos días antes había llovido mucho, lo que podría haber contribuido a aquél desastre. Cuando se hizo el silencio, me estremecí: ¡me había quedado enterrado dentro de aquella cueva! Lo primero que hice fue mirar en ambas entradas cómo había sido el derrumbe y me llevé el siguiente susto: ¡todo el techo se había venido abajo, incluyendo piedras de gran tamaño y taponando el hueco completamente! ¡Me llevaría días o semanas remover todo aquello!

   Me senté en el suelo y empecé a sollozar; la situación era horrible y no veía la forma de poder salir de allí. ¡Con dos bocadillos y dos bebidas no iba a poder aguantar mucho y nadie sabía tampoco que yo estaba allí! Sentí que la alargada sombra de la muerte se cernía sobre mí; en algún lejano futuro, alguien descubriría allí un esqueleto, ¡que no sería de un humano prehistórico, sino el mío! Creo que debí sonreír amargamente pensando en ello.

   Gracias a la linterna pude reconocer el terreno; por fortuna el interior de la cueva no había quedado afectado. Yo sabía que, además del derrumbe y el taponamiento, el aire se terminaría acabando y que moriría por falta de oxígeno, así que dentro de mi desesperación y como tenía mucha hambre, me comí el bocadillo de atún y dejé el de chorizo para más adelante. Pensé que sería más inteligente racionarme la bebida. Empecé a serenarme algo, pues quedarme tumbado en el suelo llorando tampoco me llevaría a ninguna parte.

   Haciendo de tripas corazón, comencé a explorar el fondo de la cueva. Tenía que racionar también el tiempo de uso de la linterna, pues aunque disponía de una pila de repuesto, aquello tampoco me permitiría tener luz por tiempo ilimitado. Y sin luz ya sería lo mejor morirme directamente. Tras examinar centímetro a centímetro las paredes del fondo, me pareció notar que el aire era más fresco por allí que cerca de la entrada tras el derrumbe. Me acordé de una película que había visto hacía poco titulada “Las minas del rey Salomón” en la que los protagonistas – Ava Gardner y Stewart Granger ─ se habían quedado encerrados en la cueva de la mina y gracias a que la luz de las antorchas se movía pudieron descubrir una pequeña entrada de aire, que pudieron ensanchar y salir.  Antorcha no tenía, naturalmente, pero cerillas sí. Fui acercando la cara a la unión del techo y las paredes en el fondo hasta que me pareció notar un leve descenso de temperatura o una brizna de aire fresco, pero con la mano no noté nada. Encendí una cerilla hasta que se me apagó sin ver nada especial. Con otra cerilla encendida, la fui llevando despacio por la zona más probable y ¡en efecto! en un sitio determinado la llama fluctuaba, y siempre en el mismo lugar. Suspiré aliviado; ¡si eso era verdad, al menos no moriría asfixiado! Marqué el punto con mi navaja y me dispuse a ensanchar la zona. “Menos mal que la arenisca permite un avance rápido”, me dije.

   Como no tenía nada mejor que hacer, hice nuevamente de tripas corazón y empecé a rascar la zona. Tras continuar así durante más de una hora, no parecía haber conseguido nada; había hecho un agujero en la pared, pero no había llegado a ningún sitio. Volví a encender una cerilla – tampoco tenía muchas −  y recobré algo de ánimo al constatar que la llama se seguía moviendo. No podía permitirme descansar; aquella corriente de aire debiera proceder de algún lugar.

    Continué rascando febrilmente. Por fin, al cabo de otra hora, noté que parte de la arenisca comenzaba a desaparecer y el hueco se iba haciendo más grande, pudiendo meter incluso la mano y el brazo. ¡Había llegado a alguna parte! Primero me sentí aliviado, pero después me volví a estremecer; ¡aquello podría significar nada más que pasaba de una cueva a otra más interior! Me mordí los labios; no quería perder el ánimo y resignarme a morir de asco ahí dentro. Manos a la obra; debía ampliar el hueco para poder pasar al otro lado. Me preocupaba que no se notase más aire, más ventilación; eso significaría que no había salida directa al exterior, pero rechacé esos pensamientos. Ya lo vería cuando supiese dónde iba a salir.

   Antes de pasar al otro lado, me dije que debía recuperar fuerzas tomándome el segundo bocadillo, el de chorizo, junto con lo que quedaba de la botellita de agua, guardándome la segunda por si acaso. Me vino muy bien y me sirvió también para recuperar el ánimo y enfrentarme a la realidad, fuera cual fuese.

   Como no sabía lo que iba a encontrarme, decidí descansar un poco; me dolían los costados y las manos de tanto rascar arenisca. Creo que lo que me pasaba es que tenía miedo a encontrarme con más de lo mismo y sin salida. Poco a poco, tras el descanso, logré ensanchar el hueco de manera que ya cabía por él.

   Al otro lado me encontré con una sorpresa. Al iluminar con la linterna, vi que el recinto era angosto, pero desde el fondo subía una escalera; con mi linterna no llegaba a iluminar el final de aquél misterioso pasillo ascendente. Como no podía hacer otra cosa, decidí subir; para volver, siempre habría tiempo. La verdad es que la cuesta era bastante larga; si alguien se había tomado la molestia de construir todo aquél pasadizo, tenía que ser por algo, me decía yo. ¿Qué habría al final?

   Pues de momento, una decepción; la escalera finalizaba en una especie de rotonda… y nada más. Me dejé caer al suelo, completamente abatido; aquello era una ratonera sin sentido. Buscando el pañuelo para enjugarme las lágrimas, me tropecé con mis cerillas. Aún tenía unas pocas, así que pensé que lo mejor que podía hacer era repetir lo mismo, comprobar que la llama empezara a oscilar e indicarme un potencial siguiente paso.

   Así lo hice. Tras dar toda una vuelta a la rotonda sin notar nada, la recorrí una segunda vez, más despacio, y esta vez sí: en un lugar del fondo, prácticamente enfrente del acceso a la escalera por la que había subido, la llama oscilaba un poco. Me fijé un poco más en aquella zona y le pasé las palmas de las manos; sólo con eso desapareció el polvo acumulado por el tiempo y apareció una placa de madera. En uno de los lados, la llama oscilaba más; al limpiar, apareció una ranura. ¡Era el eje de giro de una puerta, sus goznes! Por ahí es por donde se filtraba el aire. Aquél descubrimiento me animó mucho; ¡nada menos que una puerta! ¡Genial! ¡A alguna parte debería dar y debería ser una salida! No me fue difícil abrir la puerta gracias a mi navaja, haciendo saltar el pestillo; ¿Qué habría al otro lado? Pronto lo iba a saber. En efecto, allí me encontré con una obra ya de cierto empaque que no tenía pinta de ser los restos de unas instalaciones militares de defensa antiaérea o de un búnker; aquello era otra cosa.

   Recobré la esperanza; algo así no podría estar aislado del mundo. Gracias a la linterna, fui iluminando las paredes, que en su parte inferior estaban dotadas de azulejos. A cada metro o poco más de pared y cerca del suelo se habían construido unos salientes rectangulares de obra que parecían ser bancos. Asimismo, entre ellos había una especie de nichos, unos más pequeños que otros. En uno de los pequeños había restos de velas. El suelo era firme, con losetas rudimentarias. Del techo colgaban cables que probablemente habían incorporado bombillas, que por lo que fuera habían desaparecido. La verdad es que no se me ocurría qué podía ser aquello; parecía ser un lugar para acoger a una determinada cantidad de personas. ¿Sería un escondite para prisioneros de guerra? Eso fue lo primero que se me ocurrió.

   Animado y a la vez curioso, continué recorriendo todo aquello; tuve que reponer la pila de petaca, pues la original había llegado a su final. Me alegré un montón por haber llevado un repuesto; sin luz estaría vendido. El recinto continuaba; era como un túnel ancho siguiendo una línea curva que probablemente sería una circunferencia si, como parecía, se extendía a ambos lados a partir de la puerta por la que había entrado allí. Me estremecí; ¡a ver si volvía a pasar lo mismo por tercera vez y aquello era un circuito sin salida! Esta idea me espoleó; lo más importante era poder salir de allí.

   No tuve que sufrir mucho tiempo más; tras caminar unos cien metros, me encontré con otra puerta en la pared opuesta a la anterior. Suspiré aliviado; era de madera también. Volví a meter mi navaja por la ranura como había hecho con la anterior y desenganchar el pestillo, pero esta vez no tuve éxito; todo indicaba que esta puerta estaba cerrada con un cierre adicional. Intenté llegar con la navaja al cerrojo e intentar correrlo, pero infructuosamente. Ni se movía.

   Me empezó a entrar la desazón; ¡Ahora que había llegado al final y con una puerta que accedía presumiblemente a una salida al exterior, no la podía abrir!  Empecé a dar golpes con las palmas de las manos con todas mis fuerzas a ver si alguien podía oírme, pero tras media hora de golpeteo no hubo reacción. Me sentía agotado mental y físicamente. Lo único que podía hacer era repetir los golpes cada media hora a ver si había suerte; así lo hice.

   El tiempo fue pasando y me di cuenta que ya eran las diez de la noche; no tenía sentido a esas horas intentar nada, así que, cansado como estaba, me tomé un trago de mi escasa agua. Me tumbé en uno de aquellos bancos de piedra que había en las paredes y no tardé en dormirme. De repente, oí unos ruidos de pisadas. Estaba en la escalera y me dí de bruces con unos milicianos que venían de donde estaba el cañón; se conoce que había dejado huellas y me estaban buscando. Oí voces que se acercaban. ¡"El espía ha huido por aquí"!, decían. Se me heló la sangre. Me levanté corriendo y salí como alma a la que le lleva el diablo hacia arriba. ¡Horror! Al final, a ambos lados de la puerta,  me encontré con dos legionarios que estaban allí apostados. Éstos me debieron tomar por miliciano y fueron también a por mí fusil en ristre escaleras abajo. ¡Estaba pillado! Volví hacia atrás y me tiré al suelo tapándome la cabeza sobre uno de los escalones, rezando para que los milicianos se toparan con los legionarios y me dejaran en paz a mí, pero noté que me pisoteaban y me daban bayonetazos. Me acurruqué todo lo que pude sobre lo que parecía ser un escalón y en ese momento me desperté… ¡era el banco de piedra, no el escalón! ¡Todo había sido una pesadilla! Pero había sido muy real y todavía me latía el corazón. Empecé a temblar, pues ya hacía frío y no tenía nada para taparme. 

   Entre los temblores, la reciente pesadilla en la que intentaban matarme a patadas y bayonetazos y el hambre que estaba sintiendo, me entró la congoja y empecé a llorar con desesperación. ¿Qué podría hacer? Volver no tenía sentido, pues la entrada de la cueva estaba taponada por un derrumbe tal que tardaría días o semanas en abrirme paso al exterior; aun así quizás fuera una opción, por desesperada que fuera. De momento lo único que podía hacer era esperar a primera hora de la mañana y seguir dando golpes en la puerta de forma periódica, a ver si alguien podía oírme.

   Me enjugué las lágrimas; no servían de nada. Tenía miedo, mucho miedo; ¡qué pena, morirme tan pronto siendo todavía tan joven y con toda la vida por delante! Me vino la rabia; ¡tras tanto trabajo, si nadie bajaba por allí, me moriría a unos pocos centímetros de una posible salida al exterior y la salvación! ¿Qué podría hacer? La situación era la que era. Llegué a sonreír al pensar que no sabía qué era peor, si la pesadilla de los milicianos y legionarios queriendo matarme o estar allí encerrado hasta morir de inanición; ¡la realidad era una pesadilla todavía peor! Me volví a tumbar sobre el banco de piedra que me servía de cama. Me acordé de aquella ranchera mejicana que decía algo así como “de piedra ha de ser la cama y de piedra la cabecera…” Me eché a reír entre lágrimas; ¡muy apropiada!

   Cuando tras la larga noche en la que no pude volver a dormirme, aterido de frío y temblando, vi que ya eran las seis y media de la mañana y me dije que lo mejor era empezar de nuevo a dar golpes en la puerta; de paso me serviría el ejercicio para calentarme. ¿Para qué esperar media hora? Nada, nada, cada cinco minutos golpeaba frenéticamente la puerta y poco a poco dejé de tener frío y los temblores desaparecieron.

   No podía creer lo que pasó a continuación; de repente, cuando dejé de golpear, noté que los golpes continuaban, como si alguien me respondiera al otro lado y después oí una voz que parecía femenina:

    ¿Quién anda ahí? preguntó la voz como con miedo.

    Un alumno del Ramiro de Maeztu perdido logré replicar gritando roncamente, todo lo alto que pude.

    Oí el ruido de correr varios cerrojos al otro lado. Se abrió la puerta y apareció una mujer vestida de limpiadora, más bien bajita, que me miraba con estupor.

      ¿Pero de dónde has salido tú? Esto lleva cerrado hace años…

   No hice caso a su pregunta, pues lo que me quemaba en los labios era saber dónde estaba.

     ¿Podría decirme dónde estamos? ¿Qué es esto? pregunté a borbotones.

     Esto es la Residencia de Estudiantes; estamos en el sótano, que nos sirve de almacén...

   Aquello me encajaba. Las cuevas estaban a un nivel inferior, y al acceder por la escalera de subida, había entrado en aquél espacio de prisioneros de la guerra o lo que fuera.

     ¿Podría decirme qué es este conjunto de pasillos de dónde vengo?

   La mujer, de unos cincuenta años, me seguía mirando con el mismo estupor.

    Pues al parecer se trata de un antiguo refugio antiaéreo de los tiempos de la guerra, que ahora está abandonado. Pero lo que quisiera saber es cómo te has metido ahí y por qué…

   Me mordí los labios; me daba apuro contarle a la señora aquella que había hecho pellas de las clases del Instituto, así que sobre la marcha me inventé una historia.

     Verá; la profesora de Historia nos ha mandado hacer un trabajo sobre la Guerra Civil. Yo sabía que había aquí afuera, en el talud que baja al Museo de Ciencias, unas cuevas de la época de la guerra  que imagino servían como defensa de esta colina para cuando los nacionales marchasen sobre Madrid esperaba que aquello sonase medianamente creíble y seguí preguntando inmediatamente para disimular ─ ¿Qué más me puede contar de este refugio antiaéreo? Me podría servir como parte del trabajo…

   ─ Pues no sé mucho de eso, salvo lo que me han contado ─ la señora, limpiadora a todas luces y trabajando para la Residencia, no parecía que pudiera darme muchos datos, pero prosiguió a la vez que se rascaba la barbilla ─ aquí cerca había un hospital para los de la República y durante la guerra construyeron este refugio para proteger a los enfermos en caso de haber bombardeos.

   ─ ¿Sabe cuánta gente podía meterse aquí?

   ─ No sé, pero doscientas personas podrían caber perfectamente ─ la limpiadora recordó que todavía no le había contestado ─ pero tú aun no me has dicho cómo has entrado aquí…

   ─ Mire, yo entré en las cuevas para investigar y se produjo un derrumbe que me dejó encerrado. Por casualidad encontré un pasadizo que llevaba aquí y entré por una vieja puerta al recinto del refugio. Estuve llamando ayer y hasta ahora mismo a esta otra puerta esperando que alguien me oyera, y por fin apareció usted… y, por cierto, aún no le he dado las gracias…

   ─ Creo que debo llevarte a la enfermería y luego contactar con el Instituto para que sepan que estás bien ─ me dijo de repente la limpiadora, circunspecta.

   Me entraron los siete males; ya me imaginaba teniendo que explicar mi odisea primero a los médicos y luego al Jefe de Estudios, el Sr. Magariños, que me pondría indudablemente un sobre y carta, así que no podía dejar que aquello sucediera.

   ─ No se preocupe; estoy muy bien, sólo un poco sucio, de forma que lo que debo hacer es ir a mi casa y tranquilizar a mis padres y de paso limpiarme. Vivo cerca y luego me dará tiempo de volver a las clases… ¡Muchas gracias por salvarme! ─ No le di tiempo a reaccionar y subí escaleras arriba todo lo rápido que pude. No me fue difícil encontrar la salida y tampoco nadie se fijó en mí.

   En casa no me libré del consabido chorreo, pero como eran espeleólogos y les convencí que mi afán fue investigador, pronto pasó la tormenta. Y esto es todo; la verdad es que lo pasé muy mal. Desde entonces las cuevas dejaron de existir o al menos ya no serían accesibles.

   Ahora, al cabo de más de medio siglo y leyendo lo que hay en el blog del Ramiro53-64 en relación al Canalillo y las cuevas, me enteré de algunas cosas más que confirmaban lo poco que me dijo la señora. Me impresionó la breve aventura de Manuel Rincón, al que “casi” le pasa lo mismo al meterse en las cuevas, según cuenta en sus memorias. Gracias a Paco Acosta quedó confirmado que aquello fue efectivamente un refugio antiaéreo que se construyó en 1937, que se trataba del hospital de Carabineros para enfermos de malaria, que el refugio no quedó del todo terminado y que medía unos 167 metros lineales y daba cabida a unas 200 personas, efectivamente. Del pasadizo con la escalera nadie sabía nada, pero para mí está claro que conectaba el refugio con las cuevas para tener una segunda salida en caso de apuro tras un bombardeo. Más tarde, entre los años 1990 y 2000 se hicieron una obras que se “cargaron” el refugio, del que quedó solamente la parte más cercana a la puerta de acceso donde me encontré con la limpiadora  y que se transformó después en una sala de juegos con mesas de billar para la Residencia de Estudiantes. Total, que ya no queda nada, ni cuevas ni refugio antiaéreo, pero a mí nunca se me ha olvidado aquella terrible pesadilla y lo mal que lo pasé.

   Y aquí se termina esta historia; gracias a Kurt por darle forma y mis disculpas por preferir permanecer en el anonimato.

                                                                                                          K.S., marzo de 2021


   Dedicado a Manolo Rincón, Paco Acosta y José Luis Cerdán; gracias a sus aportaciones he podido incorporarlas a este cuento, de manera que ni yo sé ya si es realidad o ficción…

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